El sueño de San Martín de Abraham Valdelomar cuento completo
I
Saliendo de Pisco hacia el sur, bajo la bóveda cóncava y azul, sobre la costa ondulante, arenosa, anémica, amarilla y desolada, la vegetación es caprichosa como hembra: ora raquítica y pobre, ora rica y exhuberante, va muriendo y agostándose poco a poco hasta San Andrés de los Pescadores, cuyos últimos arrabales se pierden en la esterilidad ribereña. Siguiendo más al sur, caminando millas y bordeando colinas coronadas siempre por necrópolis incaicas, se llega a cierto encantado lugar que desde tiempos de la gentilidad los indios llaman Paracas. Sopla allí un viento cálido y medroso bajo el hondo cielo, la costa hace una curva cerrada y aprisiona al mar que parece una colosal turquesa engastada en los arenales ocres, resultando la alegría del verde marino con la tristeza del arenoso yermo. El mar es allí como un verde cristal transparente, apenas irisado por la brisa cálida, sin olas, sin ruido, sin violencia, sin exaltación. Aquellos vírgenes rincones son preferidos por las aves, porque hasta allí no llegan casi nunca los hombres. Eligen estas cuando se sienten enfermas, tan propicio lugar, porque mueren tranquilas y sin tormento, arrulladas por la marea y cobijadas por el cielo sereno y bondadoso.
Allí el mar no tiene tempestades, ni el cielo llora, ni los hombres acosan. Este lugar, por aislado y apacible, es favorito de los flamencos.
Un día, un día ya lejano, la pequeña ensenada envuelta en la neblina tenía el presentimiento de una hora solemne. La Naturaleza parecía preparar el escenario para una épica representación. Medrosa alegría en el cielo, inquietud inusitada en las olas, serenidad en la vasta extensión. Amanecía. La neblinosa costa dejó dibujar en sus vaguedades la multiplicidad de vavios [sic] mástiles y poco después se oyó en la bruma el chasquear de un bote bajo el empuje viril de los remeros. Al clarear el día, cuando el sol iluminó en una eclosión de poema las verdes aguas, apareció clara y precisa una visión inusitada.
En el bote que se acercaba a la playa, surgían tres personajes. El del centro llevaba cariñosamente, una gran rama verde y los otros auscultaban la costa. Detúvose el bote a diez brazas de la orilla; y el personaje central levantó en alto la rama verde en tanto que sonaba una salva abrumadora de cañones y de fusilería. Los tres hombres desembarcaron al sonoro estruendo de las salvas. Una banda de aves de alas rojas y pecho blanco se elevó de la costa hacia el azul. Aquellos hombres venían de lejos, y eran don José de San Martín, el almirante Cochrane y el jefe de estado mayor Las Heras. Don José de San Martín llevaba en sus manos el árbol de la Libertad.
II
Vibrante, pálido, solemne, aquel hombre superior tenía algo de divino. Su viril y pujante juventud, la nobleza de su rostro de héroe antiguo, la gallardía de su apostura, nada faltaba en el noble continente del héroe libertador. El primer cuidado de aquel espíritu romántico, de aquel venerable padre, de aquella figura sublime, la más noble de cuantas hayan venido al Perú, fué abrir un foso con sus propias manos y plantar el árbol de la Libertad que había cargado desde las australes regiones con la solicitud y amor con que se lleva un ideal. Cochrane y Las Heras procuráronse agua de un pozuelo recién abierto por sus manos y la echaron sobre la sedienta tierra removida. Aquel sencillo símbolo se realizó solemnemente. A poco, el arbolillo sembrado por San Martín y alimentado por los dos capitanes se mecía, gracil y debilucho, acariciado por la brisa marina. San Martín auscultaba la costa y su mirada se perdía en los confines extraños y vagos, hacia el norte.
Era el 8 de octubre de 1820. La expedición libertadora empezó a desembarcar.
III
Cansado, en tanto que el ejército se preparaba a la marcha, el Libertador se recostó a la sombra de una palmera, junto al arbolillo de la Libertad, en la mórbida arena caldeada. El sol radiante y viril caía verticalmente. Sobre la extensión vibraba el aire. El héroe sintió un vago sopor. Tenía sueño y se abandonó a él. Sintió que poco a poco iba borrándose el paisaje. Pensaba en sus planes de libertad. Sabía que de la empresa que acababa de comenzar dependía la libertad de un continente, que iba a afrontar las iras castellanas en el corazón del virreynato, iba a destruir en pocos días o meses o años, la labor esclavizadora de siglos. Durmióse y soñó. Vió, en su sueño, que hacia el norte se elevaba un gran país, ordenado, libre, laborioso y patriota.
Fueron poblándose los yermos arenales de edificios, los mares de buques, los caminos de ejércitos. Muchedumbres inmensas caminaban febrilmente en una ansia infinita de trabajo, y renovación. Los hombres de ese país eran libres, fuertes, patriotas, y oyó sonar una marcha triunfal. Y cuando todo el pueblo se había elevado, cuando el progreso y la libertad estaban dando su fruto vió extenderse sobre la extensión ilimitada una bandera. Una bella bandera, sencilla y elocuente, que se agitaba con orgullo sobre aquel pueblo poderoso. Despertó y abrió los ojos. Efectivamente, una banda de aves de alas rojas y pechos blancos de armiño se elevaba de un punto cercano. Aquel grupo de aves, cada una de las cuales formaba una bandera, se desparramó hacia el norte y se perdió en el azul purísimo del cielo. El héroe se puso en pie. El ejército estaba listo para la marcha.
Entonces lo invadió una sana jovialidad, y cuando sobre el caballo arrogante, los capitanes taciturnos emprendieron la marcha para cumplir el más noble mandato del destino, les dijo el Libertador:
—¿Veis aquella bandada de aves que va hacia el norte?
—Sí, general. Blancas y rojas, dijo Cochrane.
—Parecen una bandera, agregó Las Heras.
—Sí –dijo San Martín–.Son una bandera. La bandera de la Libertad que acabamos de sembrar.
La mancha de aves caminaba hacia el Norte, como si indicase una ruta a esos tres corazones, y luego, al acercarse a Pisco, las aves de leve plumaje se elevaron al cielo perdiéndose en las nubes como en una infinita ansia de azul.
IV
Aquella tarde, después de tomar el puerto de Pisco, reunidos en el Cabildo los libertadores y los libertados, San Martín daba el siguiente decreto:
El Excmo. señor don José de San Martín, capitán general y en jefe del ejército libertador del Perú, gran oficial de la legión de Mérito de Chile, etc.
Por cuanto es incompatible con la independencia del Perú, la conservación de los símbolos que recuerdan el dilatado tiempo de su opresión. Por tanto, he venido en decretar y decreto lo siguiente:
Art. 1o.—Se adoptará por bandera nacional del país una de seda, o lienzo, de ocho pies de largo y seis de ancho, dividida por líneas diagonales en cuatro campos, blancos los dos de los extremos superior e inferior, y encarnados los laterales; con una corona de laurel ovalada, y dentro de ella un Sol, saliendo por detrás de Sierras escarpadas que se elevan sobre un mar tranquilo. El escudo puede ser pintado, o bordado, pero conservando cada objeto sus colores: a saber, la corona de laurel ha de ser verde, y atada en la parte inferior con una cinta de color de oro; azul la parte superior que representa el firmamento; amarillo el Sol con sus rayos; las montañas de un color pardo obscuro, y el mar entre azul y verde.
Art. 2o.—Todos los habitantes de las provincias del Perú que están bajo la protección del ejército libertador, usarán como escarapela nacional, una bicolor de blanco y encarnado: el 1o. en la parte inferior y el 2o. en la superior.
Art. 3o.—Lo dispuesto en los dos artículos anteriores sólo tendrá fuerza y vigor, hasta que se establezca en el Perú un gobierno general por la voluntad libre de sus habitantes.
Dado en el cuartel general del ejército libertador del Perú en Pisco, a 21 de octubre de 1820.
José de San Martín.—Juan García del Río.
En él se consignaban para siempre los colores del pabellón de la Patria, que en un sueño romántico, ante la visión de las aves bicolores de mi pueblo, tuviera el Libertador del Perú, don José de San Martín.
Abraham Valdelomar
Pisco. Perú 1888 - Ayacucho Perú 1919
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