Superchería Leopoldo Alas Clarin Cuento Completo
— I —
Nicolás Serrano, un filósofo de treinta
inviernos, víctima de la bilis y de los nervios, viajaba por consejo de la
Medicina, representada en un doctor cansado de discutir con su enfermo. No
estaba el médico seguro de que sanara Nicolás viajando; pero sí de verse libre,
con tal receta, de un cliente que todo lo ponía en tela de juicio, y no quería
reconocer otros males y peligros propios que aquellos de que tenía él clara
conciencia. En fin, viajó Serrano, lo vio todo sin verlo, y regresaba a España,
después de tres años de correr mundo, preocupado con los mismos problemas metafísicos
y psicológicos y con idénticas aprensiones nerviosas.
Era rico; no necesitaba trabajar
para comer, y aunque tenía el proyecto, ya muy antiguo en él, de dejarlo todo
para los pobres y coger su cruz, esperaba, para poner en planta su propósito,
tener la convicción absoluta, científica, es decir, una, universal y evidente,
de que semejante rasgo de abnegación estaba conforme con la justicia, y era lo
que le tocaba hacer. Pero esta convicción no acababa de llegar; dependía de
todo un sistema; suponía multitud de verdades evidentes, metafísicas, físicas,
antropológicas, sociológicas, religiosas y morales, averiguadas previamente; de
modo que mientras no resolviera tantas dudas y dificultades continuaba siendo
rico, desocupado, pero con poca resignación. Para él, las dudas y los dolores
de cabeza y estómago, y aun de vientre, ya venían a ser, una misma cosa; ya
veces había, sobre todo a la hora de dormirse, en que no sabía si su dolor era
jaqueca o una cuestión psicofísica atravesada en el cerebro. No era pedante
ni miraba la Filosofía desde el punto de vista de la cátedra o de las letras de
molde, sino con el interés que un buen creyente atiende a su salvación o un
comerciante a sus negocios. Así que, a pesar de ser tan filósofo, casi nadie lo
sabía en el mundo, fuera de él y su médico, a quien había tenido que confesar
aquella preocupación dominante para poder entenderse ambos.
Volvía a España en el expreso de
París. Era medianoche. Venía solo en un coche de primera, donde no se fumaba.
Acurrucado en su gabán de pieles, casi embutido en un rincón; los pies
envueltos en una manta de Teruel, negra y roja; calado hasta las cejas un gorro
moscovita, meditaba; y de tarde en tarde, en un libro de Memorias de piel negra
apuntaba con lápiz automático unos pocos renglones de letra enrevesada, con
caracteres alemanes, según se emplean en los manuscritos, mezclados con otros
del alfabeto griego. Lo muy incorrecto de la letra, amén de las abreviaturas de
esta mezcolanza de caracteres exóticos aplicados al castellano, daban al
conjunto un aspecto de extraña taquigrafía, muy difícil de descifrar. Así
escribía sus Memorias íntimas Serrano. Era lo único que pensaba escribir en
este mundo, y no quería que se publicasen hasta después de su muerte. En tales
Memorias no había recuerdos de la infancia ni aventuras amorosas, y apenas nada
de la historia del corazón; todo se refería a la vida del pensamiento y a los
efectos anímicos, así estéticos como de la voluntad y de la inteligencia, que
las ideas propias y ajenas producían en el que escribía. Abundaban las máximas
sueltas, las fórmulas sugeridas por repentinas inspiraciones; aquí un rasgo de
mal humor filosófico; luego, la expresión lacónica de una antipatía filosófica
también; más adelante, la fecha de un desengaño intelectual o la de una duda
que le había dado una mala noche. Así, se leía hacia mitad del volumen: «13 de
junio (caracteres griegos y de alemán manuscrito, mezclados, por supuesto). He
oído esta noche a don Torcuato, autor de El sentido común. Es un
acémila. ¡Y yo que le había admirado y leído con atención pitagórica!
¡Avestruz! Ahora resulta darwinista porque ha viajado, porque ha vivido tres
meses en Oxford y tiene acciones de una Sociedad minera de Cornuailles.
¡Siempre igual! Hoy, don Torcuato; ayer, Martínez, que resulta un boticario
vulgar. ¡Qué vida! —15 de mayo. El cura Murder es un pastor protestante digno
de ser cabrero. Le hablo del Evangelio y me contesta diciendo pestes del padre
Sánchez y de la Inquisición... —16 de septiembre. Creo que he estado tocando el
violón; mi sistema de composición armónica entre la inmortalidad y la muerte
del espíritu es una necedad, según voy sospechando. —20 de octubre. ¡Dios mío!
¡Si seré yo el Estrada de la Filosofía! ¡Ahora miro mi sistema de muerte
inmortal y me pongo rojo de vergüenza! Por un lado, plagio a Schopenhauer y De
Guyau; y por otro, sueños de enfermo. ¡Oh! Todos somos despreciables; yo, el
primero. No hay modo de componer nada. —21 de noviembre. No hay más
filósofos, admirados de veras, que los temidos. Todos los que no han servido
para destruir me parecen algo tontos en el fondo. —30 de noviembre. Hay
momentos en que Platón me parece un prestidigitador.—4 de enero. Hoy he sentido
en el alma que Aristóteles no viviera... para poder ir a desafiarle. ¡Qué
antipático!...»
Todos estos apuntes eran
antiguos. Después había otros muchos en el mismo libro de Memorias, cuya última
página era la que tenía abierta ante los ojos Serrano aquella noche. Nunca leía
aquellos renglones de fecha remota (cinco meses). ¿Qué tenía él que ver con el
que había escrito todo aquello? Ya era otro. El pensamiento había cambiado, y
él era su pensamiento. No se avergonzaba de lo escrito en otro tiempo; ni hacía
más que despreciarlo. No pensaba, sin embargo, borrar una sola letra, porque
justamente la mejor utilidad que aquellas Memorias podían tener algún día
consistiría en ser la historia sincera de una conciencia dedicada a la
meditación.
Dejó un momento el cuaderno
sobre el asiento, y acercándose a la ventanilla apoyó la frente sobre el cristal.
La noche estaba serena; el cielo, estrellado. Corría el tren por tierra de
Ávila, sobre una meseta ancha y desierta. La tierra, representada por la región
de sombra compacta, parecía desvanecerse allá a lo lejos, cuesta abajo. Las
estrellas caían como una cascada sobre el horizonte, que parecía haberse
hundido. Siempre que pasaba por allí Nicolás, se complacía en figurarse que
volaba por el espacio, lejos de la tierra, y que veía estrellas del hemisferio
austral a sus pies, allá abajo, allá abajo. «Ésta es la tierra de Santa
Teresa», pensó. Y sintió el escalofrío que sentía siempre al pensar en algún
santo místico. Millares de estrellas titilaban.
Un gran astro, cuya luz
palpitaba, se le antojaba paloma de fuego que batía muy lejos las luminosas
alas, y del infinito venía hacia él, navegando por el negro espacio entre
tantas islas brillantes. Miraba a veces hacia el suelo y veía a la llama de los
carbones encendidos que iba vomitando la locomotora como huellas del diablo;
veía una mancha brusca de una peña pelada y parda que pasaba, rápida,
cual arrojada al aire por la honda de algún gigante.
La emoción extraña que sentía
ante aquel espectáculo de tinieblas bordadas de puntos luminosos de estrellas y
brasas, tenía más melancólico encanto porque se juntaban al recuerdo de muchas
emociones semejantes, que sin falta despertaban, siempre iguales, al pasar por
aquellos campos desiertos, a tales horas y en noches como aquélla. Nunca había
visto de día aquellos lugares ni quería tener idea de cómo podían ser; bastábale
ver el cielo tan grande, tan puro, tan lleno de mundos lejanos y luminosos; la
tierra, tan humillada, desvaneciéndose en su sombra y sin más adorno que
bruscas apariciones de tristes rocas esparcidas por el polvo aca y allá, como
restos de una batalla de dioses; monumentos taciturnos de la melancólica
misteriosa antigüedad del planeta. En la emoción que sentía había la dulzura
del dolor mitigado y espiritual, la impresión del destierro, el dejo picante de
la austeridad del sentimiento religioso indeciso, pero profundo.
—¡Tierra de Ávila, tierra para
santos! —dijo en voz alta, estirando los brazos y bostezando con el tono más
prosaico que pudo. Quería «llamarse al orden», volver a la realidad, espantar
las aprensiones místicas, como él se decía, que en otro tiempo le habían hecho
gozar tanto y le habían tenido tan orgulloso. Y abrió la boca dos o tres veces,
provocando nuevos bostezos para despreciar ostensiblemente aquella invasión de
ideas religiosas que en otra época había acogido con entusiasmo y que ahora
rechazaba por mil argumentos que a él le parecían razones y que constaban en
sus libros de Memorias, en aquellos apuntes, historia de su conciencia.
—¡Pura voluptuosidad
imaginativa! —dijo también en alta voz, para oírse él mismo, poniéndose por testigo
de que no sucumbía a la tentación de aquel cielo de Ávila, que había
recogido las miradas y las meditaciones de Santa Teresa, y que ahora era
pabellón tendido sobre su humilde Sepultura.
Volvió a estirar los brazos, con
las manos muy abiertas, y abrió la boca de nuevo, y en vez de suspirar, como le
pedía el cuerpo, hizo con los labios un ruido mate, afectando prosaica
resignación vulgar; y como si esto fuera poco, concluyó con dos resoplidos y
subiéndose un poco los pantalones y apretándose la faja—cinto que usaba
siempre, después de ciertas insurrecciones del hígado.
— II —
En esto estaba cuando el tren
se detuvo porque había llegado a una estación, y a pocos segundos se abrió la
portezuela del lado opuesto al que ocupaba Nicolás, dejando paso a un bulto
negro.
Era una monja. Nicolás, al ver
que alguien subía, se había sentado en un rincón, sumido en la sombra, porque
la oscura luz del techo agonizaba y no tenía fuerza para alumbrar los extremos
del coche.
—Aquí, que no hay nadie, en
este reservado— le habían dicho a la monja; y allí había entrado. Ya había
emprendido la marcha el tren, cuando ella notó, acostumbrada a aquella media
oscuridad, que en el rincón opuesto había un bulto humano. «Será una mujer»,
pensó, porque creía ir en un reservado de señoras. Llevaba la cara descubierta;
era joven, blanca, con grandes rosas en las mejillas; los ojos pardos,
rasgados, de pestañas largas en onda, de mirada inquieta y sincera. Miraba con
fijeza a la oscuridad para descubrir las facciones de la que suponía mujer. Sin
saberlo ella, sus ojos se clavaban en los de Serrano, otra vez acurrucado,
encogido. Comprendía él que aquella religiosa, no sabía de qué profesión, se
creía sola en compañía de otra hembra. Le pareció lo más adecuado al filósofo
hacerse invisible hasta cuando pudiera, y, además, fingirse dormido. Cerró los
ojos, pero no tanto que no siguiera viendo entre pestañas a la monja. Ésta, a
cada momento más preocupada, tenía constantemente la cabeza vuelta hacia el
rincón oscuro de Serrano, y fijos en él los ojos muy abiertos. «Sí —iba
pensando—; de seguro es una señora. Pero no importa; no debí de todas maneras
consentir en venir sola, aunque sea por tan pocos minutos y en un reservado.
Por algo no nos dejan viajar solas. El lance, sin embargo, es apurado. En fin,
no será un ladrón ni un libertino disfrazado de señora. Si la hubiera visto al
entrar, la hubiese dado las buenas noches, y por su voz, al contestarme,
hubiese conocido lo que era. Ahora ya no es tiempo.»
Serrano permanecía inmóvil. La
delicadeza consistía, en aquella ocasión, en imitar lo mejor posible la
ausencia. «Si me ve esa buena mujer se va a asustar; debe de creerse en un
reservado; la han metido aquí por equivocación.» El caso era que en aquella
inmovilidad del cuerpo había una especie de influjo magnético que le paraba el
pensamiento en una idea fija e insignificante: la presencia de aquella mujer.
También la mirada se le paró, clavándose en la estrella, que parecía volar; y,
como ya le había pasado muchas veces, aquella fijeza de la vista en un solo
astro le produjo un efecto que sólo le había asustado la primera vez que lo
experimentara; las demás estrellas se fueron borrando, todo se convirtió,
cielo, tierra y hasta el coche de primera en que iba, en un círculo de negras
tinieblas alrededor del astro luminoso; la estrella volandera, ahora quieta,
fue enrojeciendo; después, se turbó la luz, palideció y desapareció también. Al
llegar a este punto otras veces, Nicolás solía sacudir la cabeza, un poco
temeroso de accidentes nerviosos desconocidos; pero ahora, en vez de moverse
por volver a la visión plena, se dejó abismar en aquella especie de hipnotismo
visual provocado por él mismo; se dejó alucinar, y se quedó dormido.
Al despertar, el sueño le
pareció breve, pero muy profundo. De repente se acordó de la monja, y como si
mientras dormía hubiera trabajado su cerebro sobre un pensamiento que le
llevara a una terminante conclusión, esta idea estalló en su cabeza: «Esa monja
no era real; era una visión, era Santa Teresa..., y no está ahí.» Poco dueño de
su valor todavía, con la voluntad medio dormida, Serrano volvió los ojos con
terror al rincón de la monja... En efecto, había desaparecido.
Sintió debajo de la piel el
latigazo de un escalofrío de que le dio vergüenza. Se frotó los ojos, se puso
en pie apoyándose en la vara de hierro de la red, y pensó un momento en pedir
socorro, no sabía cómo. No tenía miedo a lo sobrenatural, sino a su cerebro.
«¿Estaré malo? ¿Habrá sido una alucinación? Pero eso sería... terrible, porque
la fuerza de la realidad con que vi a esa monja... ¿Será así la alucinación,
tan viva, tan fuerte, tan engañadora? De lo que estoy seguro es de que no hemos
parado en ninguna estación. Ni ha habido tiempo, ni yo habría dejado de sentir,
como siempre siento, que el tren se detenía.» Rara vez, por muy dormido que
estuviera, dejaba de notar, entre sueños, que el movimiento del tren había
cesado; sobre todo, ahora tenía la conciencia clara, evidente, no sabía por
qué, de que no había parado el tren en estación alguna mientras él dormía.
Consultó el reloj y, en efecto, eran muy pocos minutos los transcurridos desde
la última vez que le había mirado, poco antes, al entrar la monja.
En aquel instante cesó la
marcha. La estación era aquélla. ¡Absurdo parece que en tan poco tiempo hubieran
pasado dos estaciones!
El demonio del miedo le sugirió
otra idea. Acordóse del nombre de la última estación que él había oído
anunciar. Lo recordó, consultó la Guía..., y aquélla a que ahora
llegaba era la siguiente.
Como en lo sobrenatural no
había que creer, era preciso admitir que había tenido una visión, es decir, que
él, que creía los nervios tan calmados con la vida medio animal que había hecho
durante gran parte de sus viajes, se encontraba peor que nunca, con la
revelación instantánea de un síntoma de muy mal género.
Pero... también le avergonzaba
el miedo a la enfermedad. Además, ¿no podía haber estado allí, en efecto
aquella monja y haberse marchado? ¿Cómo? ¿Cuándo? Cuando yo dormía. Pero,
¿cómo? El tren volaba. Fue una alucinación..., no cabe duda.
Como en los tiempos, de triste
recordación, de sus aprensiones de locura, clase de manía tan dolorosa como
cualquiera, sintió con espanto, dentro de la cabeza una cascada de ideas
extrañas, como engendradas por el pánico; y recurrió, para librarse del
tormento, a lo que él llamaba la fuga de la razón y el sálvese quien pueda de
las ideas. Abrió la ventanilla, miró a la oscuridad y al cielo estrellado, pero
tembló de frío y de miedo mezclados; temió ver vagar en el aire la imagen que
antes se había sentado en aquel rincón del coche. Volvió a cerrar, y como viese
su libro de apuntes abierto a su lado, a él recurrió y se puso a escribir con
ansia febril, huyendo, huyendo de las aprensiones. Y resultó lo apuntado una
serie de diatribas en estilo conciso, nervioso, contra el milagro, la
superstición, las ciencias ocultas, el misterio y las pretensiones científicas
del hipnotismo moderno. «Tal vez —decía uno de los últimos párrafos— las
conquistas de la moderna fisiología y de las ciencias afines son una superstición
más.» «Comte —decía más adelante— habló de la edad teológica, de la edad
metafísica y de la edad positiva. Lo que debió decir fue: primero hubo la
superchería teológica, después la superchería metafísica y después la
superchería científica. Todo lo maravilloso es obra de un Simón Mago. En tiempo
de Cristo, el milagro era la patente del profeta; hoy, en vez de resucitar a
Lázaro, le revolvemos las entrañas para asegurar nuevas supercherías.» Nicolás
Serrano se enfrascó en sus desahogos de lápiz sin creer él mismo en lo que
escribía, como con entusiasmo de enfermo que toma una ducha. Un cuarto de hora
después estaba algo más tranquilo. El sueño volvió a invadirle como las sombras
de la noche, y la última sensación de que se dio cuenta fue que el libro de
Memorias se le caía de las manos sobre el calorífero. Pero no; también sintió,
al dormirse, que volvía a pararse el tren.
Lo que ya no pudo notar fue que
la portezuela por donde había entrado poco antes una monja se abría para dar
paso a una dama vestida de negro y cubierta con manto largo.
— III —
Nicolás el filósofo pasó el
verano de aquel año sin moverse de Madrid. El calor le mataba; el mal humor,
complicado en él con tantos pensamientos de hastío y desconsuelo, aumentaba con
aquella temperatura bochornosa. Podía irse adonde quisiera; tenía libertad y
dinero..., y no se movía. Los viajes no le habían curado, y había tomado horror
a los ferrocarriles, a las estaciones, a los baúles, a todo lo que le recordaba
su infructuosa odisea por el mundo civilizado. Padecía quedándose en Madrid...,
y se quedaba. Vivía como en un desierto en medio de todo el mundo. De las pocas
relaciones, ninguna íntima, que había conservado, no quería acordarse. Los más
de sus amigos estaban veraneando; pero de los contados que quedaban
achicharrándose con él no quería ver ni la sombra.
No se levantaba hasta el
mediodía; no salía de casa hasta caer el sol; se iba al Prado, se sentaba en
una silla, se quedaba medio dormido, como borracho de calor; sudaba, y
respiraba fuego, y no gozaba más placer que el de conseguir no pensar en nada
más que en lo que tenía delante: un barquillero, un farol, un polizonte, una
niñera con un chiquillo arrastrado por la arena, una manga de riego, sarcasmo
de frescura, y el aire vestido de polvo... De noche, al Retiro, a dar una
vuelta, una sola, porque el aburrimiento era tan fuerte y tan inmediato, que no
podía pasar allí más tiempo del necesario para volver a encontrar la salida.
Se le había puesto en la cabeza
que él era un hombre sedentario que había hecho una serie de tonterías
metiéndose en tantos coches de tantos trenes. «Querer ver mundo, tal como el
mundo está ahora, el que se puede visitar sin grandes molestias, no era más que
una ridícula manía de burgués, de snob, etc., etc.»
Hasta fines de octubre no salió
del casco de Madrid ni un solo día. Y su viaje de octubre duró poco más de una
hora. Fue a Guadalajara. Tenía un sobrino en la Academia de Ingenieros; una
hermana de la madre de Serrano suplicaba a éste, en una carta llena de cariño,
que por Dios fuera a visitar a su Antoñito, que estaba arrestado por meses, y
escribía hablando de suicidio y de emigración, de las Peñas de San Pedro, de la
tremenda disciplina y otros tópicos trágicos. «Ve a consolarle, a consultar con
los profesores, a reducir hasta donde se pueda el horrible castigo..., y, si no
se ablandan aquellos Nerones, sácamelo de allí, que pida la absoluta. En ti
confío; tú me dirás si es tan insoportable como él jura su vida en aquellos
calabozos...»
Serrano tal vez no hubiera
accedido a los ruegos de su tía si le hubiera propuesto un viaje más divertido;
pero aquello de volver a Guadalajara, donde él había vivido seis meses a la
edad de doce a trece años, le seducía, porque estaba seguro de encontrar
motivos de tristeza, de meditaciones negras, o, mejor, grises; de las que le
ocupaban ya casi siempre después de haber dado tantas vueltas en su cabeza a
toda clase de soluciones optimistas y pesimistas.
Llegó a la triste ciudad del
Henares al empezar la noche, entre los pliegues de una nube que descargaba en
hilos muy delgados y fríos el agua, que parecía caer ya sucia, que sucia corría
sobre la tierra pegajosa. Un ómnibus, con los cristales de las ventanillas
rotos, le llevó a trompicones por una cuesta arriba, a la puerta de un mesón que
había que tomar por fonda. Estaba frente al edificio de la Academia vieja, a la
entrada del pueblo. La oscuridad y la cerrazón no permitían distinguir bien el
hermoso palacio del Infantado, que estaba allí cerca, a la izquierda; pero
Serrano se acordó en seguida de su fachada suntuosa, que adornan, en simétricas
filas, pirámides que parecen descomunales cabezas de clavos de piedra. En el
ancho y destartalado portal de la fonda no le recibió mas personaje que un
enorme mastín, que le enseñaba los dientes gruñendo. El ómnibus le dejó allí
solo, y se fue a llevar otros viajeros a otra casa. La luz de petróleo de un
farol, colgado del techo, dibujaba en la pared desnuda la sombra del perro.
Serrano se acordó de repente de
aquel portal y de aquel farol que había visto veinte años antes. Cosas de tan
poca importancia para él, las tenía grabadas en el fondo del cerebro, y sin
manchas, no desteñidas ni desdibujadas; la imagen de la memoria vino a
sobreponerse realmente a la realidad que tenía delante. Sintió, con una fuerza
que no suele acompañar a la contemplación ordinaria y frecuente de la vanidad
de la vida, el soplo frío y el rumor misterioso de las alas del tiempo, la
sensación penosa de los fenómenos que huyen a nuestra vista como en un vértigo
y nos hacen muecas, alejándose y confundiéndose, como si enseñaran, abriendo
miembros y vestiduras, el vacío de sus entrañas.
Allí, a las diez o doce leguas
de Madrid, estaba aquella Guadalajara donde él había tenido doce años, y apenas
había vuelto a pensar en ella, y ella le aguardaba, como guarda el fósil el
molde de tantas cosas muertas, sus recuerdos petrificados. Se puso a pensar en
el alma que él había tenido a los doce años. Recordó de pronto unos versos
sáficos, imitación de los famosos de Villegas al «huésped eterno del abril
florido», que había escrito a orillas del Henares, que estaba helado. Él hacía
sáficos, y sus amigos resbalaban sobre el río. ¡Qué universo el de sus ensueños
de entonces! Y recordaba que sus poesías eran tristes y hablaban de desengaños
y de ilusiones perdidas. Guadalajara no era su patria; en Guadalajara sólo
había vivido seis meses. No le había pasado allí nada de particular. Él, que
había amado desde los ocho años en todos los parajes que había
recorrido, no había alimentado en Guadalajara ninguna pasión; no había
hecho allí sus primeros versos, ni los que después le parecieron inmortales;
allí había estudiado aritmética y álgebra y griego, y se había visto en el
cuadro de honor, y... nada más. Pero allí había tenido los doce o trece años de
un espíritu precoz; allí había vivido siglos en pocos días, mundos en breve
espacio, con un alma nueva, un cuerpo puro, una curiosidad carnal, todavía no
peligrosa. ¡Cómo era la vida y cómo se la figuraba cuando él habitaba aquel
pueblo triste! Caracoe: así fechaba las composiciones latinas que
había que llevar a la cátedra. ¡Cuánta poesía inefable en el recuerdo de aquel Caracoe,
tantas veces escrito con sublime pedantería! ¡Lo que eran la literatura, la
ciencia, y lo que él había pensado de ellas! Parecíale mentira que un lugar en
que no había recuerdos amorosos, ya de amor de niño, que en él había sido
vehemente e idealísimo, ya de adolescente o de joven, pudiera haber
reminiscencias melancólicas con tal perspectiva poética. La emoción dominante
era amarga, un dolor positivo; pero no importaba; aquello valía la pena de
sentirlo. Se acordaba de sí mismo, de aquel niño que había sido él, como de un
hijo muerto; se tenía una lástima infinita. El verse en aquel tiempo le hacía
pensar en el efecto de mirarse de espaldas en los espejos paralelos.
Acostumbrado a despreciar todo
enternecimiento que se fundara en el sentimentalismo egoísta de lamentar una
decepción personal, tenía para él una novedad encantadora, y era un descanso
del corazón, siempre cohibido, el abandonarse a aquella tristeza de pensar en
el niño despierto, todo alma, con vida de pájaro espiritual, que iba a ser un
sabio, un santo, un héroe, un poeta, todo junto, y que se había desvanecido,
rozándose con las cosas, diluyéndose en la vida, como desaparecía la nube que
estaba deshaciéndose en hilos de agua helada. ¿Qué le quedaba a él de aquel
niño? Hasta él mismo había sido ingrato con él olvidándole. ¡Quién le dijera,
cuando pocos días antes se aburría en el Prado, meciéndose en una silla de paja,
con la cabeza vacía, con el corazón ausente, que allí tan cerca, a la hora y
media de tren, tenía aquel antiquísimo yo, aquel pobre huérfano
de sus recuerdos (así pensaba) tan superior a él ahora! ¡Cuántas veces, huyendo
del mundo actual, se había ido a refrescar el alma en la lectura de antiguos
poemas, en las locuras panteísticas del Mahabarata, en las divinas niñerías de
Aquiles, en las filosofías blancas de Platón o de San Agustín! ¡Y
tenía tan cerca su epopeya primitiva, el despertar de aquel espíritu que había
sido suyo!
Aunque por sistema huía
Serrano, mucho tiempo hacía, de toda clase de exaltaciones ideales, por miedo a
sus efectos fisiológicos y por el rencor que guardaba a la inutilidad final de
todas estas orgías místicas, por esta vez se alegró de verse
preocupado seria y profundamente, y bendijo, en medio de su tristeza, su viaje
a Guadalajara. Esta bendición le hizo acordarse, por agradecimiento, de su
señora tía, y a seguida de Antoñito, su primo, preso allí enfrente; y,
por último, vino a fijarse en que estaba en el portal de la fonda, frente a un
perro, que ya no gruñía, sino que meneaba la cola en silencio, dejándose
acariciar por un niño rubio de cinco o seis años, palidillo, delgado, de una
hermosura irreprochable, que daba tristeza. Aquella cabecita de guedejas
lánguidas, alrededor de una garganta de seda, muy delicada, tenía como un
símbolo algo de las flores y tules del ataúd de un inocente. Él también parecía
vestido para la muerte: su trajecillo blanco, de tela demasiado fresca para la
estación, con muchas cintas, en bandas de colores, algo ajadas, tenía tanto de
teatral como de fúnebre; parecía lucir el luto blanco de los niños que
llevan al cementerio; color de alegría mística para el transeúnte distraído e
indiferente: color de helada tristeza para los padres.
El niño, dulce, hermoso y
enfermizo de seguro, hablaba al perro en italiano y le invitaba a pasar al
comedor, donde una campana chillona estaba ofreciendo la sopa a los huéspedes.
Serrano, que había dejado
arrimado a la pared su saco de noche, único equipaje que traía, acarició la
barba del niño y le preguntó con la voz más suave que pudo:
—Sí, señor, ¡oh, sí! —contestó
el chiquillo en español de una pronunciación dulcísimamente incorrecta—. Hay tres
criados y una doncella. A mi mamá y a mí nos sirve la doncella, que se llama
Lucía —mientras hablaba movía suavemente la cabeza para acariciar, a su vez,
con la barba, la mano de Nicolás, que había sujetado con las dos suyas. Se
conocía que se agarraba a los halagos como a una golosina—. Mi mamá se llama
Caterina Porena, y papá es el doctor Vincenzo Foligno. Yo soy Tomasuccio
Foligno. Il babbo e morto!
Lo que dijo en italiano lo dijo
después, al separar su cabeza de la mano del nuevo amigo, más inteligente, sin
duda, que el perro. Se apartaba para ver los ojos de Nicolás, a los que
imploraba con los suyos una gran compasión por la muerte del abuelito, que éste
era el babbo.
—Ma
non... Il babbo e morto... en Sevilla... Ci
sonno... hace... due... años..., dos años.
Yo tengo siete.
— IV —
La muerte de su abuelo era para
aquel inocente el suceso supremo, una tristeza grande, que, en su sentir,
debían conocer todos los seres inteligentes a quien él encontraba por el mundo
en la muy asendereada vida que llevaba con sus padres, el doctor Foligno y la
sonámbula Caterina Porena. Il babbo era el padre de Catalina. Iba con
ellos de pueblo en pueblo, enfermo, prefiriendo el traqueteo perpetuo de los
viajes a la pena de la soledad y al terror de la ausencia. Era el babbo
para todos: para su hija, para su nieto, que le llamaba así también; hasta para
el doctor, que, en efecto, le quería como a padre. Y en una de estas idas y
venidas había muerto, hacía dos años, lejos de la patria, en Sevilla.
Tomasuccio recordaba, después de tanto tiempo, más que la desgracia, el duelo
que había dejado tras de sí, la tristeza de sus padres y la falta de ciertas
caricias y de ciertos fuegos; pero, en cuanto al babbo mismo, poco a
poco su imagen se había ido borrando de la memoria del niño, y el abuelito y
papá—Dios empezaban a confundirse en las nieblas de su teogonía infantil. De lo
que él estaba seguro era de que Dios también se había muerto, ni más ni menos
que el babbo; pero hacía menos tiempo, porque todavía recordaba
haberlo visto en una iglesia, tendido en tierra, envuelto en tela negra y entre
muchas luces, cadáver. Pero le decían que Papá—Dios había resucitado, vuelto
a vivir, y del babbo también podía creerse algo por el estilo;
pero cuando hablaba Tomasuccio a sus compatriotas de su desgracia,
todos le decían que el babbo no había muerto, que el babbo
era su padre, el doctor Foligno. Pero no; él nunca le había llamado así; le
llamaba papá, y esto era otra cosa. Su tristeza de niño débil y
nervioso, soñador y precoz, le aconsejaba no creer en aquellas resurrecciones;
ni a Papá—Dios ni al otro los había vuelto él a ver; cuando se quedaba
solo en casa, en las fondas, en las posadas, porque sus padres iban a ganar el
dinero a los salones, a los teatros, ya no tenía aquel compañero, del que
vagamente se acordaba; recordaba que antiguamente, mucho tiempo hacía, no tenía
miedo de noche y oía muchos cuentos y se reía mucho, montado en unas rodillas.
La locuacidad de Tomasuccio
daba la misma clase de tristeza que el aspecto de su hermosura delicada: las
ideas de muerte, de cielo y de infierno, de cementerio y de vida subterránea en
el ataúd, venían a mezclarse, por relaciones extrañas y sutiles que encontraba en
su imaginación, en aquella historia que él siempre estaba narrando, mitad
inventada, mitad nacida de sus recuerdos.
Todo esto lo había notado ya
Nicolás Serrano cuando, media hora después, comían juntos, los dos solos, en el
comedor de la fonda. No había en aquellos días más huéspedes en el triste
albergue que dos comisionistas que habían comido antes, y los cómicos,
los Foligno; pero Catalina y su esposo estaban aquella noche convidados fuera:
sentábanse a la mesa del señor alcalde, un famoso médico, especialista en
partos y alcaldadas, que creía que el teodolito era un aparato de batir
cataratas, y que tenía dos grandes vanidades: la gran cruz de Isabel la
Católica, que poseía, y un fluido magnético de mucha fuerza que había
conservado desde la florida juventud, aunque ahora apenas podía usarlo, porque
la sociedad era incrédula. La moda del hipnotismo le pareció al señor Mijares,
el alcalde, una resurrección de sus diabluras de espiritista y magnetizador. Le
pasó con el hipnotismo lo mismo que con el sombrero de copa: él usaba siempre
la copa baja y el ala ancha; la moda le dejaba en ridículo a lo mejor; pero
volvía, como una marea, y su sombrero parecía por algún tiempo de última
novedad. El hipnotismo era, pensaba él, ni mas ni menos que aquello del fluido
magnético y de las mesas giratorias y demás diversiones de su retozona
juventud. El historiador, que tanto puede penetrar en el espíritu de los
personajes que estudia, unas veces viendo y otras adivinando, no puede menos de
detenerse ante ciertos arcanos, ante ciertas profundidades y encrucijadas
psicológicas; así, por ejemplo, no hubo nunca modo de averiguar si el alcalde
médico creía sinceramente en el fluido magnético que le tenía tan ufano. Él se
ponía furioso si se lo negaban; enseñaba los puños, muy robustos, en efecto, y
los sacudía en el aire con fuerza, como despidiendo magnetismo a chorros.
Hablaba del tal fluido suyo, que él llamaba superior, como el dueño de una
bodega habla de la calidad de su vino añejo.
—Hay fluidos y fluidos —decía
Mijares—; el mío es de primera clase. ¡Ya lo creo! ¡Superior! ¡Si ustedes me
hubieran visto bracear allá, en las tertulias de mis buenos tiempos!... ¡Las
señoritas y señoras que yo dejé, dormidas como marmotas! ¡Qué sueños! ¡Qué
pellizcos es decir, qué pases de fluido!...
Ello fue que cuando el doctor
Vincenzo Foligno se le presentó en la alcaldía a solicitar el teatro para dar
funciones de hipnotismo con su esposa, la famosa sonámbula Caterina Porena.
Mijares vio el cielo abierto, y dio un abrazo al italiano, llamándole
compañero, querido compañero. Foligno, que era hombre listo y acostumbrado a
conocer a los imbéciles y a los locos con una sola mirada a veces (no
necesitaba menos para las trazas que había de emplear en los espectáculos que
dirigía), Foligno comprendió en seguida que con Mijares no se jugaba, que había
que tomarle en serio lo del magnetismo o exponerse a cualquier arbitrariedad.
Se trataba de un majadero que era alcalde y disponía del teatro. La oposición
de Mijares hubiera sido un contratiempo para los pobres mágicos, cuyo
presupuesto no consentía viajes perdidos, inútiles. Había que ganar algo en
Guadalajara, por poco que fuera. Así, pues, Foligno se volvió a la fonda,
después de su primera visita al alcalde, decidido a cumplir la voluntad del médico
caracense, que consistía en que había de presentársele en persona Caterina
Porena para dejarse magnetizar por la primera autoridad popular de la capital.
—Primero —había dicho Mijares—
dormirá usted a su mujer, y después la dormiré yo; y los amigos verán qué
fluido es superior, el de usted o el mío. Nada, nada; mañana mismo, mientras,
se limpia el teatro y los periódicos anuncian la llegada de ustedes, por vía de
propaganda y reclamo, dan ustedes, es decir, damos una función en mi casa.
Vengan ustedes a eso de las siete, porque tengo gusto en que coman conmigo;
después del café vendrán el gobernador civil y el militar y varios profesores
de la Academia de Ingenieros, con más el chantre de Sigüenza, que está aquí de
paso; y más tarde, a la hora de la función, se llenarán mis salones con lo
mejor de Guadalajara: muchas señoras, mucha pillería, un público
distinguido que hará atmósfera, que decidirá del éxito que al día siguiente
tengan ustedes en el teatro.
Caterina Porena, venciendo la
natural repugnancia, se redujo a seguir a su marido a casa del alcalde,
comprendiendo que no había más remedio que aceptar el estrambótico convite,
cuya utilidad para los propios intereses comprendía. Triste, como estaba casi
siempre, dio un beso a Tomasuccio en la boca; encargó a la camarera, que en dos
días se había hecho gran amiga del niño delicado, que le cuidara mucho y que
bajara con él al comedor si él quería comer en la mesa redonda. Y se fueron los
padres a casa del alcalde, y quedó Tomasuccio solo, como tantas veces. La
doncella de la fonda, rubia y joven, estaba en pie a su lado, sonriendo,
mientras él, con grandes aspavientos, enteraba a su nuevo amigo, Nicolás
Serrano, de todas las cosas que había visto en el mundo y de las infinitas que
había soñado.
Serrano se sentía en una
atmósfera espiritual extraña en presencia de aquel niño; observaba en él algo
desconocido, una de esas novedades que sólo puede ofrecer la experiencia, que
no cabe prever, adivinar o suponer. Era algo así como una imagen de la
debilidad, de la enfermedad, de la tristeza última, de la muerte, en un ser
lleno de gracia, expresión, viveza; casi nada carne, hecho de nervios, tules,
cintas de seda; todo fúnebre, marchito, pero impregnado de luz, amor,
inteligencia. No sabía cómo explicarse la fascinación que en él producían
aquellos ojos inocentes, fijos en los suyos, y aquella charla inagotable,
preñada de visiones de ultratumba, mezcladas con las cosas más triviales de la
tierra. De repente pensó Serrano:
—Dime —preguntó, sin pensar en
contener el impulso de la curiosidad—: ¿a quién te pareces tú, a tu papá o a tu
mamá?
Serrano sintió un
estremecimiento frío. Nunca había pensado en la mujer como en un consuelo, como
en un regazo para los desencantos del alma solitaria, incomunicable; sin saber
por qué, esta idea le llenó la mente, mientras sus ojos se clavaban en aquel
niño, como aspirando, en fuerza de imaginación y voluntad, a producir en él la
absurda metamorfosis de convertirlo en su madre. ¿Cómo sería aquella madre? El
deseo ardiente de verla fue para el filósofo de treinta años una voluptuosidad
intensa, como un día de verano al fin del otoño; la presencia de la juventud en
el alma, cuando ya se la había despedido entre lágrimas disimuladas. «Caterina
Porena», pensó, hablándose en voz alta para sus adentros. Y estas dos palabras,
que poco antes no le habían sonado más que a italiano, ahora tenían una extraña
música sugestiva, algo de cifra babilónica; eran como el sésamo de nuevos
misterios de la sensibilidad que no semejaban al misticismo, impersonal,
anafrodita. También se acordó de repente de unos versos suyos, allá, de la adolescencia,
que se titulaban El amante de la bruja. No recordaba la poesía al pie
de la letra, pero el pensamiento era éste: «Un joven, casi niño todavía,
tímido, de pasiones ardientes, siempre ocultas, estudioso, gran humanista a los
quince años, había pedido a la musa de Horacio, cuyas odas lúbricas y epístolas
nada castas había devorado, con el doble placer de la voluptuosidad literaria,
una visión a quien amar, una querida fiel en el sueño, la mágica Canidia aunque
fuera, y el sácubo había acudido a su conjuro; más, en vez de los
torpes placeres del misterioso Cocytto, el adolescente había saboreado en los
besos de la Canidia romántica el amor triste y profundo, ideal, caballeresco; y
la bruja, que era de nuevos tiempos, no iba a celebrar los sortilegios al monte
Esquilino, sino al aquelarre de Sevilla todos los sábados; era la bruja de la Valpurgis
y no cualquiera de las Pelignas; era una bruja que montaba en la escoba por neurosismo,
que padecía la brujería como una epilepsia, pero que en las horas del descanso,
pálida, descarnada, palpitando aún como los últimos latidos de las eclampsias
infernales del aquelarre mágico, besaba y abrazaba, llevada de amor puro,
casto, ideal, a su pobre adolescente, que por aquellos besos sufría el tormento
de su vergüenza de ser esposo de la bruja y de su vergüenza de partir su
ventura con el diablo.»
Mientras Serrano pensaba y
recordaba tantas y tan extrañas cosas, no pasó más tiempo del que tardó en
temblar de frío. La doncella rubia, que cuidaba de Tomasuccio, preguntó al
filósofo:
—Porque parece que tiene usted
frío; se ha puesto pálido y le he visto temblar. Este comedor es húmedo y
demasiado fresco. Por esa puerta entra la muerte.
Serrano reparó entonces en la
estancia triste y desnuda en que comía; a la prosaica desilusión de toda mesa
de fonda pobre y desierta se añadían en aquélla los horrores de una escasez y
sordidez no disimulada en vajilla y manjares y en todos los pormenores del
servicio. Sobre el extremo de la mesa, adonde no llegaba el mantel, se
destacaban dos botijos de barro, ánforas de octubre, que daban
escalofríos en aquella noche húmeda y fría de un invierno anticipado.
—Aquí no se come más que perdices—
dijo Tomasuccio—. Pero no se crea usted..., es que están muy baratas.
Serrano, con profundísima
tristeza, se quedó pensando en los botijos, en las manchas del mantel, en el
piso de ladrillo resquebrajado, en las perdices eternas por lo baratas; y era
acompañamiento de esta súbita melancolía disparatada el silencio repentino del
niño, que se quedó en su silla de brazos, alta, cabizbajo, pálido, ojeroso, sin
hacer más que acariciar paulatinamente una mano de la camarera, que él mismo se
había puesto debajo de la barba.
—¡Ca! —dijo la sirvienta
rubia—. Ahora le acuesto, y se está las horas muertas acurrucado, con los ojos
muy abiertos, contándole historias raras a la almohada. A veces llama a su
madre y llora un poco. Pero lo primero que hace al meterse en la cama es rezar
por el babbo, que es su abuelito, el padre de su mamá, que llama
también babbo al difunto. Si no fuera que pronto se encariña con las
personas, este nene daría lástima, porque casi todas las noches tienen que
dejarle solo sus papás, y él necesita muchos mimos. ¿Verdad Suchio?
Pero a mí ya me quieres mucho, ¿verdad, Tomasito?
El niño no contestó; pero
tendió los brazos hacia su amiga con pereza cariñosa, sonrió entre dos
bostezos, y, después que se vio agarrado al cuello de la doncella, se apretó a
ella como una hiedra, inclinó sobre su hombro la cabeza y dijo con voz
soñolienta y mimosa:
Serrano besó la frente de
Tomasuccio, y cuando se vio solo en el comedor, frío y desierto, se sintió
mucho más triste que cuando llegaba a la fonda, acordándose de sus trece años.
¡Qué soledad la suya en aquella Guadalajara oscura, mojada, helada, sorda y
muda! De repente se acordó de su primo el alumno de Ingenieros, el prisionero;
y fue para él un consuelo inesperado el pensar que, a lo menos, tenía allí uno
de la propia familia.
Bien mirado, a pesar de sus
treinta años, él necesitaba, no menos que Tomasuccio, los brazos de una
madre..., y no la tenía.
Pero hermana de su madre era su
tía, y aquella tía tenía aquel hijo encerrado en un calabozo, allí cerca, y él,
su primo, se había olvidado de que debía ir a verle, a consolarle, a
libertarle, si podía, cuanto antes. Tomó de prisa café y salió de la fonda. La
noche estaba oscurísima; seguía lloviendo; los pocos faroles de petróleo hacían
oficio de faros en aquellas tinieblas húmedas, pero no de alumbrado público.
La Academia estaba cerca; la
nueva, a la derecha, a cuatro pasos, hacia la estación; la vieja, enfrente, en
atravesando un paseo con árboles. ¡Bien se acordaba él de todo! A tientas llegó
a la puerta de la Academia vieja, que era donde debía de estar arrestado el
primo. Unos soldados muy finos le dijeron que ellos no podían saber si estaba
allí el alumno Alcázar, por quien preguntaba. Le hicieron andar por atrios y
escaleras y galerías oscuras y resonantes con los pasos de Serrano y de quien
le guiaba. Por fin topó con un oficial, muy amable también, que, con asombro,
oyó hablar del arresto del pollo Alcázar. Alcázar no había estado en
el calabozo más que ocho días; meses hacía que campaba por sus respetos. Con
algún trabajo, previa consulta a los porteros y conserjes de la casa, se pudo
averiguar que vivía en la calle de Álvar Fáñez de Minaya, no se recordaba en
qué número. Más de inedia hora tardó Serrano en dar con el domicilio de su dichoso
primo. El amor a sus colaterales se le había enfriado mucho con aquellas
pesquisas, a oscuras, entre chaparrones, con el barro hasta las rodillas por
aquellas tristes calles sin empedrado.
Al fin, en una posada de doce
reales con principio, pareció el perseguido militar que hablaba a su madre, en
elegías familiares, de las Peñas de San Pedro. Estaba de pie, sobre una mesa de
juego, con un gorro frigio en la cabeza y una copa de champaña, llena de vino
tinto, en la mano derecha; con la izquierda accionaba, imitando el vuelo de un
águila, según se deducía del contexto, pues estaba pronunciando un discurso en
mangas de camisa ante una docena de compañeros, no más circunspectos, que le
interrumpían a gritos. Ello fue que una hora después Nicolás Serrano, quieras
que no quieras, era presentado en la recepción del alcalde
prodigioso, como le llamaba Alcázar, gran amigo del presidente del Ayuntamiento.
— V —
Mientras iban Serrano,
Antoñito, su primo y algunos amigos y colegas de éste desde la fonda (adonde
había vuelto Nicolás a mudar de ropa) a casa del señor Mijares, el filósofo
pensaba:
En efecto; Antonio Alcázar
había tomado el mundo en una síntesis de alegría. No lo pensaba él en estos
términos, pero así era. No por ser propio de la edad, sino porque él era, había
sido y sería siempre así; consideraba la vida como una cosa que se chupa, se
chupa, hasta que ya no tiene más jugo. Cuando por un lado ya no había más que
chupar, a otra cosa. Lo que se llamaba románticamente la ingratitud,
no era más que el quedarse una cosa seca, sin pizca de jugo, y el ir a
aplicar los labios a otra, sin pensar más en la agotada. ¡Era esto tan natural!
Sobre todo, él lo hacía sin malicia. Su madre, a quien pensaba querer
ciegamente, adorar, era la víctima constante y principal del egoísmo de
Antonio. ¡Quién se lo hubiera dicho a él! Engañar a su madre para sacarle
dinero o lograr el cumplimiento de cualquier capricho le parecía una obra de
caridad, porque era ahorrarle el disgusto de hacerla consentir en una cosa
mala, a sabiendas de que era malo.
Antoñito había sido ya
artillero, dos años nada más, y pensaba ser marino otros dos, y, por fin,
abogado en su tierra, y después paseante en Madrid.
Si su madre servía para aquello,
el resto de los mortales, no se diga. Antonio Alcázar tenía fama de cariñoso.
simpático. Se metía por los corazones, sobaba a los amigos y a las
amigas cuando podía, repartía abrazos y hasta besos en las grandes
circunstancias, y los seres humanos eran para él juguetes de movimiento, formas
vivientes del placer suyo, el de Antonio. Pensaba y sentía y obraba con tan
feroz egoísmo, sin ningún género de hipocresía; y, sin embargo, no había en el
mundo muchacho más corriente, tan bienquisto en cualquier parte. El misterio
estaba, aparte de su figura, voz y gestos llenos de atractivo, de alegría
comunicativa, en la misma inocencia de su instinto; era un parásito de toda la
vida, caro, a quien tenía que alimentar alguno de sus placeres. Casi siempre
fumaba, montaba a caballo y amaba de balde.
Además, nadie podía asociar al
recuerdo de Alcázar ninguna idea triste, ningún suceso desagradable. Él lo
decía: fuese casualidad o lo que fuese, nunca había visto un enfermo, lo que se
llama enfermo de verdad, ni había asistido a ningún entierro. Nunca había dado
el pésame de nada a nadie, ni había transmitido una mala noticia, ni filosofado
con la gente acerca de la brevedad de la vida, los desengaños del mundo, etc.
Lejos de los negocios complicados que despiertan los odios de la lucha por la
existencia, pues su egoísmo de parásito universal le permitía tomar
los intereses materiales a lo artista, como cosa de juego, y decir
cuando iban mal dadas: «Allá mi madre», o en su caso: «Allá mi
inglés», a nadie estorbaba, nadie ambicionaba nada de lo suyo.
Olvidaba los agravios (lo que
él llamaba así, sin que lo fueran), lo mismo que los favores, no por nada, sino
por el gran desprecio que le inspiraba lo pasado. Lo pasado era el símbolo de
las cosas chupadas ya y arrojadas naturalmente. Despreciaba la
Historia, pero no tanto como la Filosofía. Si aquélla era lo que ya no valía
nada, la otra era la que no había valido ni podía valer nunca. Porque había
algo más inútil que lo que ya no era: el por qué del ser. El placer no
tiene por qué. La causa de lo que es no le importa más que al que tiene ganas
de calentarse la cabeza, de averiguar vidas ajenas. Por todo lo cual,
su primo Nicolás Serrano y Alcázar era, en opinión de Antonio, un chiflado muy
simpático, que, a pesar de sus viajes y sus libros, gastaba poco y tenía
siempre el bolsillo abierto para los apuros de los primos.
Todavía despreciaba otra cosa
Antonio más que la Historia y la Filosofía: era la verdad misma, el asunto de
ambas.
¿Qué importaba que las cosas
hubieran sucedido o no? ¡Tenía gracia! ¿Servía para divertirse la mentira? Pues
¡viva la mentira! Él nunca refería suceso alguno tal como había pasado, sino
tal como se le iba ocurriendo que a él gustaría más que hubiera sido. Como no
la necesitaba, había perdido casi por completo la memoria.
Por este concepto de la verdad con
gracia, admitía una clase de filosofía: la maravillosa, la que ofrecía el
atractivo de lo extraordinario y de lo nuevo. Era gran defensor de todas las
paradojas y de todos los imposibles. Por eso era tan buen amigo del alcalde. El
señor Mijares, que era un payaso de la política municipal, y otro
payaso de la Medicina, y el gran payaso de las ciencias misteriosas,
del magnetismo animal, tenía en Alcázar un admirador, un apóstol; y es
claro que Antoñito se disponía a divertirse mucho con la gran guasa de
Caterina Porena y marido. Lo menos que se figuraba era que entre él y el
alcalde iban a regalarle al doctor Foligno unas astas magnéticas que
llegarían al techo.
—¿Un niño la Porena? —preguntó
Antoñito—. ¡Bah! Esa gente no tiene niños. No será de ellos; lo habrán robado
como los roban los titiriteros. Le estarán dislocando el cuerpo y el alma para enseñarle
la catalepsia.
—Sí, la he visto esta tarde; me
presentó a ella el alcalde. Chico, le fui muy simpático, me apretó la mano y se
rió mucho con mis cosas. Es guapa y no es guapa. No, lo que se llama guapa...
Pero tiene un no sé qué..., y una elegancia... Y debe de estar muy..., vamos,
muy... cuando esté dormida. ¡La gran guasa! Ya veréis al alcalde haciendo fluido
en mangas de camisa, como un horchatero trabajando con la garapiñera. Él me
dijo que se sudaba mucho. Nosotros vamos a sudar de risa.
Llegaron. El salón del alcalde
estaba lleno de lo mejor de Guadalajara. Ya había empezado la función.
Las damas, sentadas en cuadro, cerca de las paredes, dejaban libre grande
espacio en el medio. Los hombres se amontonaban en las puertas y en los huecos
de los balcones; otros procuraban ver y oír desde los gabinetes contiguos.
Había silencio como en un templo. En medio de la estancia vio Serrano una mujer
vestida de blanco, muy pálida, rubia —tendida, más que sentada, en una silla—,
larga, rígida, con los ojos cerrados. Parecía muerta y vestida para la caja,
como aquel Tomasuccio que quedaba en la fonda. Las mismas telas, las mismas
cintas de seda ajadas, de los mismos colores. Nicolás vio a Tomasillo muerto
al fin y hecho mujer; pero lo que sintió al verlo así fue algo de novedad
más inesperada, más interesante que lo que había experimentado en la fonda
observando al hijo de la Porena. ¡Oh, sí! La madre era cosa más nueva todavía.
Aquella mujer de cara pequeña, casi redonda, de cabello de color de oro
cubierto de ceniza, de frente ancha, pura y llena de dolor; que fingía dormir,
por lo visto, y afectaba, de seguro, un padecimiento nervioso; sintiendo, de
fijo, la pena de la vergüenza de su papel grotesco en aquella sociedad de
pobres necios; aquella mujer era..., tenía que confesárselo a sí propio, una
emoción fuerte, llena de angustia deliciosa, algo serio, algo que le arrancaba
a sus cavilaciones de alma desocupada y de pasiones apagadas. Era el amor...
sin ojos. ¿Cómo los tendría? Tal vez como los de su hijo; pero ¿con qué
más?
— VI —
Caterina Porena abrió, por fin,
los ojos, que eran pardos; y Serrano, con el ansia de un enamorado entre una
multitud, llamaba así, con la intensidad de la propia, la mirada de la Porena.
Caterina no acababa de verle. Si andaba por allí el magnetismo, ciertamente no
salía de los ojos del filósofo, que, sin embargo, estaba sintiendo cosas nuevas
y fuertes que debían valer mucho más que el fluido formidable del señor
alcalde, y aun más que el fluido sutil y tramposo de Foligno.
No era aquel momento para
presentaciones, y Antoñito no se cuidó de poner a su primo cara a cara con el
alcalde. Serrano se lo agradeció, y, como Pedro por su casa, se fue acercando,
entre codazos discretos, al grupo de hombres más próximo a la sonámbula. Cuando
creyó poder verla a su sabor y de frente, con la esperanza no confesada y
confusa de que le mirase aquella mujer extraña, aquella cómica de lo
maravilloso, histrionisa de las nuevas ciencias ocultas, sólo consiguió
contemplar de cerca y frente a frente al doctor Vincenzo Foligno, que sintió su
presencia, se volvió un poco, le miró a las niñas de los ojos, le midió de alto
abajo, y apartó en seguida de él la vista con esa rapidez discreta y
experimentada que se observaba en los reyes ante la multitud hostil o
indiferente, y en general en los cómicos, los oradores y cuantos tienen
costumbre de ostentar en público su persona. Foligno hablaba, apoyaba una mano
en la silla en que aún descansaba, jadeante, su mujer; y su discurso en
incorrecto español, lleno de italianismos y galicismos, padeció casi un
tropiezo con la rapidísima mirada dirigida al filósofo. Estuvo a punto el orador
de perder el hilo; pero un esfuerzo de atención le bastó para proseguir su
relato científico de los progresos maravillosos del hipnotismo.
Era el doctor un hombre muy
blanco, de cutis de dama, de mediana estatura, muy airoso y bien formado. Su
frac, de corte perfecto, era mucho más nuevo que el vestido de su mujer. El
atavío de ella era modesto y cursi en sus blancuras ajadas. Foligno parecía
todo un caballero. Su pelo negro, corto, atusado; su bigote fino y estrecho y
su mirada melosa y no sin fuego, recordaron, con todo lo demás de su aspecto,
al filósofo Nicolás la presencia elegante y simpática el del galán joven de
cierta compañía italiana que el invierno anterior había él visto en Roma. En
efecto; Foligno parecía un galán de comedia fina, el amante de El
Demimonde, El hijo de Coralia, o cosa por el estilo.
Interesaba como un actor
discreto y que finge ocultar su frialdad y circunspección mundanas un
alma de fuego, etc., etc. Por todo lo cual, a Serrano, a quien apestaban los
galanes de Delpit y los pensadores de por medio de Dumas, le fue desde
luego antipático el doctor; pero con una de esas antipatías que atraen,
como una sensación amarga que provoca la insistencia. El atractivo de aquella
antipatía estaba en las relaciones de aquel histrión con aquella mujer. «Era su
marido..., o su querido..., o su amo; de todos modos, era ella cosa de él.» El
filósofo atendió al discurso del doctor. Lo que decía Foligno estaba muy por
encima de la inteligencia del público y muy por debajo de la inteligencia y de
la ciencia de Serrano. «Razón por la cual —pensaba el filósofo— si yo
discutiera con éste, si me pusiera a convencerle aquí de falsario, de charlatán
ilustrado, saldría yo perdiendo. A estas gentes tiene que sonarles todo esto a
sabiduría.»
La voz de Foligno era de timbre
suave, algo opaco. El tono, sencillo, afectaba naturalidad y modestia, como lo
que iba diciendo con facilidad agradable. Si hablaba de memoria, lo disimulaba
bien, porque parecía que se le veía discurrir. Hablaba sin
aspavientos, sin calor, de las falsificaciones de su industria. Ya
sabía él que había muchísimos charlatanes que convertían en granjería el fruto
de la ciencia, etc., etc. Pero fácil era distinguir de gente y gente... Su
mujer no hacía milagros: era una enferma, y él un estudiante humilde de la
nueva ciencia. Si se presentaba en público, hasta en teatros, como en
espectáculo, era por una triste necesidad cuyos pormenores no interesaban al
auditorio. Además, la misma propaganda científica aconsejaba estas
exhibiciones, por dolorosas que fuesen algunas circunstancias, no en las
presentes, en que él se consideraba en un círculo aristocrático, de personas
ilustradas, discretísimas y de la más esmerada educación. Allí no se le
pedirían imposibles, etc., etc. «Las experiencias que acababan de hacer eran de
las más sencillas (Caterina había adivinado el olor de un pañuelo a
diez metros de distancia, había visto la hora que era en un reloj parado que
estaba en el bolsillo de un médico, enemigo no disimulado del alcalde y que no creía
en brujas, etc., etc.). En cuanto descansara algunos minutos Caterina, se
entraría en una serie de experimentos algo más complicados.» Con este
motivo, otra digresión histórica en que Foligno probaba conocer, más o menos
superficialmente, los últimos tratados de este orden de maravillas, llegando a
la reciente obra de Gibier, donde se habla de lapiceros que escriben solos,
etc., etc. Aquella semierudición del charlatán le picó un tantico el
amor propio a Nicolás, sin que éste se diera cuenta de ello; y con esto y lo otro
de ser aquel guapo mozo, marido, amante o dueño de Caterina, bastó
para hacerle sentir un prurito de contradicción tan extemporáneo como ridículo,
si bien se miraba. Esto mismo de comprender y sentir que era ridícula allí toda
oposición a la farsa discreta del italiano, le incitaba, a su pesar, a una
protesta, y conoció que si se le presentaba ocasión, haría cualquier tontería
para dejar corrido al sacamuelas elegante y sabihondo.
Terminado el discurso, acogido
por la ignorancia ambiente con murmullos de aprobación, Foligno se sentó al
lado de la Porena, las rodillas tocando en las rodillas. Cogió las manos de su
mujer, y permanecieron, clavados los ojos en los ojos, algunos minutos, como
olvidados del concurso, absortos en aquella contemplación muda.
A Nicolás le parecieron, en
aquellos momentos, dos amantes que se lo han dicho todo, pero que se quieren
todavía. En la mirada de él, más fuerte, con cierto imperio de fascinación, no
todo le pareció al filósofo fingido. Pensaba él: «Ahora, esto acaso no sea más
que farsa. El marido y la mujer deben de saber a qué atenerse respecto al
magnetismo animal y... respecto al magnetismo del amor; pero hay en esa actitud
sumisa y como de vencida de la Porena, y en la arrogante y cómicamente
misteriosa de Foligno, como huellas de antigua pasión verdadera; la postura,
conservada como en una fotografía gastada y borrosa, de horas muy lejanas de
verdadera fascinación. Esta mujer debe de haber amado mucho a ese hombre; sus
deliquios hipnóticos tal vez fueron algún día una broma pesada para el público
estúpido, que fue como eunuco de esta delectación amorosa; acaso hoy mismo se
burlan de todos nosotros, gozando todavía en lo que se dicen con los ojos;
acaso ganan el pan con los restos de una pasión silenciosa y soñolienta...»
Pensando así crecía en Serrano
el odio a las supercherías seudocientíficas, y subía hasta Swendenborg en sus
maldiciones, y acaso no perdonaba a Goethe y a Pascal, sus ídolos, sus
debilidades del orden milagroso o portentoso. Lo que más le inquietaba era la
indudable superioridad de Foligno, el dominio de energía, y que en algún tiempo
debía haber sido de seducción, que mostraba tener sobre su esposa. Cuando, al
fin, se quedó o fingió quedarse dormida, o lo que fuese, Nicolás creyó
sentir que salía de aquellos labios delgados y algo pálidos la brisa de un
suspiro que llevaba discretamente en sus alas invisibles un beso del deleite
agradecido hasta los labios del otro.
Había un profundo silencio en
la sala. Algunos jóvenes, de la Academia de Ingenieros unos, y otros paisanos,
miraban con envidia al magnetizador. Pensando, a su modo, algo análogo a lo que
cavilaba Serrano, vieron, en lo que acababan de presenciar, algo que les
humillaba a ellos y debía de ser sabroso para el señor doctor italiano. El
alcalde, que esperaba su vez, se relamía, saboreando ya su próximo contacto
magnético con la hermosa rubia dormida.
— VII —
Comenzaron los prodigios. El
doctor paseó por delante del concurso femenino, y mientras sondeaba rápidamente
la capacidad mental de aquellas buenas señoras, leyéndoles en ojos y gestos los
grados de necedad probable, fingióse absorto en las advertencias que de camino
exponía, y por fin se detuvo ante una dama muy gruesa que escogió muy
deliberadamente, aunque cualquiera hubiera creído pura casualidad el haberse
detenido ante ella el italiano. Era una rica americana que, en compañía de su
marido y varias hijas casaderas, vivía hacía algunos años en Guadalajara por
acompañar a su hijo único, que estudiaba en la Academia. Su voz era meliflua, y
luchaba, para producirse, con la inercia de la grasa. Era un alma de Dios y de
guayaba; un terrón de bondad azucarada que se disolvía en sudores, pero oliendo
a perfumes.
—Esta señora —dijo el doctor
en voz baja— me hará el obsequio de pensar... en cualquier objeto..., en un
animal, en una fiera...: un león, tigre, lobo, pantera..., lo que más le
agrade.
La señora americana, muy
sofocada, encendida y hecha un acueducto que se rezuma, consultó, entre
sonrisas, la mirada de su esposo, el cual le dio licencia a su mujer para
pensar algo, con un gesto imperceptible para los extraños. Se movió la cándida
paloma de Matanzas en su sillón, que se quejó de la carga, y, al fin, se puso a
pensar, con grandísimo esfuerzo de atención y de imaginación, no sin asesorarse
antes del doctor.
Aquel «en un animal» le sonó a
Serrano a canto elegíaco de una esclava que llora su servidumbre vergonzosa.
Lo que aún no le habían dicho
aquellos ojos que habían vuelto a cerrarse sin reparar en él se lo decía
aquella voz, que recogió como si fuera para él solo, como si fuera una caricia
honda, voluptuosa, franca: algo semejante a la sensación de apoyar ella su
cuerpo, y hasta el alma, en él, sobre su pecho.
La señora, que, efectivamente,
pensaba en una fiera —a tanto se había atrevido—, abría los ojos mucho y
apretaba la boca, temerosa de que por allí se le escapara el secreto de su
Meditación. Cada vez se ponía más encendida; temía vagamente que aquello de ir
adivinándole el pensamiento, lo cual ya le parecía inevitable, fuese algo como
el que «se la viera alguna cosa» que no se debiera ver. Instintivamente,
sujetando contra sí la falda del vestido, escondió los pies y se compuso el
escote.
Así era, en efecto. La
americana, como si la hubieran arrancado una muela sin dolor, respiró
satisfecha, libre ya de su secreto, y tuvo una grandísima satisfacción en
certificar, con su insustituible testimonio, que la señora dormida había dado
en el clavo: en un león, aunque no podía decir cuál, estaba ella pensando,
efectivamente. Toda la familia ultramarina hizo suyo el alegrón y el honor de
que le hubiesen adivinado el pensamiento a la buena señora; y el público, en su
inmensa mayoría, participó del asombro y de la satisfacción inclinándose a un
optimismo que Foligno cogió al vuelo prometiéndose sacar partido de él
prudentemente.
La mujer dormida también debió
de oler algo en la atmósfera que la envalentonó. Cada vez las adivinaciones
fueron más complicadas, exactas y atrevidas. Lo de menos fue que dijese cuál
era la carta de la baraja en que pensaba una señorita, que era, efectivamente
el as de oros; y en qué tenía puesto el pensamiento la señora del gobernador
militar, que lo tenía puesto en sus hijos, que habían quedado en casa
durmiendo. También el sexo fuerte tuvo que rendir parias, como decía un
coronel, a la evidencia de lo maravilloso; a él también se le adivinaron ideas
y voliciones. El jefe de ingenieros de Montes era de los más tercos: quería
explicárselo todo por los artículos de Física y Química que él leía en la Revista
Rosa, y no podía. En cambio, un marqués, muy buen mozo y muy fino, declaró
solemnemente y varias veces (y su voto era de calidad, porque muchos de los
presentes le debían favores, dinero inclusive), declaró que la Porena se había
detenido, en un paseo que dio dormida, bajo la araña de cristal, ni más ni
menos en el sitio en que él había querido que se parase; declaró,
otrosí, que las iniciales de su tarjetero eran las que ella había dicho, y
tenían, en efecto, por adorno un pensamiento de plata y otro de oro esmaltado.
¿Se quería más? Foligno, triunfante, huía en sus idas y venidas de tropezar con
el cuerpo o con las miradas de Serrano. Pero Antoñito, el primo, a quien la
sonámbula había adivinado también una porción de cosas, probando con ello
verdaderas maravillas de penetración; Antoñito, que había tomado cierta
confianza con Foligno, a manera de testigo falso, le dijo:
—A ver si usted hace alguna
experiencia con este caballero, que es mi primo y debe de ser incrédulo... y
sabe mucho de filosofías...
Foligno se turbó un poco,
tardó en contestar; pero, repuesto en cuanto pudo, se volvió a Serrano con
mirada valiente, de desafío, si bien acompañada de gestos de perfecta cortesía.
—¡Oh, sí! Con mucho gusto.
Pero este caballero sabrá que en los refractarios estas pruebas se hacen con
dificultad. Sin embargo, ensayaremos.
Caterina, con paso lento,
pronta a detenerse a cada segundo, pasó cerca de Serrano, muy cerca, rozando su
cuerpo con el pobre vestido blanco, con las tristes cintas ajadas, iguales que
las del traje de Tomasuccio, de quien el filósofo se acordó con cariño y
tristeza.
—Piense usted en su sitio
determinado en que ella ha de pararse —dijo el doctor, colocándose junto al
supuesto incrédulo.
A Serrano le costó trabajo
fijar el pensamiento en tales nimiedades, sólo por un escrúpulo de sinceridad
consiguió, con gran esfuerzo, tomar en serio aquello por un minuto, y pensar en
un rosetón de la alfombra, algo distante, donde quería que la
sonámbula se detuviera.
El doctor miraba a Serrano,
Serrano al doctor, ambos inmóviles. Nicolás no hizo gesto alguno. Caterina no
se detuvo donde era necesario, sino dos pasos más adelante.
Sin darse cuenta de lo que
hacía, olvidado de Tomasuccio, de aquella mujer que le parecía cosa de sus
ensueños y que todavía no le había mirado, sintiéndose ridículamente cruel y
Quijote de la verdad, tal vez impulsado por su odio a la farsa y al doctor, y
por el tono de desafío que creyó leer en la pregunta, Serrano dijo en voz muy
baja, con tono irónico y de resolución:
El doctor fingió no oírle, y
repitió la pregunta. Serrano, insistiendo en su crueldad, volvió a decir, ahora
en italiano:
El doctor, como picado por un
bicho, dio un paso atrás, huyendo de aquellas confidencias, de todo secreto,
rechazando toda connivencia y todo favor.
El marqués, complaciente,
sonreía cerca del filósofo, atusándose el bigote. Daba a entender que él era
mucho más galante que aquel desconocido.
En aquel momento, Caterina
Porena, con los ojos pardos abiertos, volvió a pasar junto a Serrano, pero sin
mirarle todavía.
— VIII —
Hubo un entreacto. A
las señoras se les sirvió un refresco, y los hombres salieron a los pasillos y
gabinetes contiguos a fumar y discutir. Serrano, objeto de general curiosidad,
sintiéndose en ridículo a sus propios ojos, por no estarlo también ante los de
los demás, hizo prodigios de gracia y de ingenio. Sin pedantería, como dando
poca importancia a la polémica, demostró a muchos de aquellos señores capaces
de entenderle sus conocimientos psicológicos y fisiológicos, muy superiores,
sin duda, a los de Foligno. Éste, en vez de rehuir un encuentro con el
descreído, lo procuro, y, amable, risueño, también buscando gracia y descuido
en sus maneras y palabras, defendió su causa como un cómico una comedia que
está representando y que es discutida entre bastidores; comedia que él hace
en las tablas, pero que, al cabo, no es obra suya. Los chistes, los incidentes
de las conversaciones, los vaivenes de la multitud, estorbaron bien pronto a
los contendientes; se perdió o se dejó perder el hilo de la argumentación; el
público admiró los conocimientos de Serrano y los de Foligno; y éstos, al
despedirse, porque se reanudaba el espectáculo, se apretaron la mano,
sonriendo, y se declararon, con sendos ofrecimientos, buenos amigos.
Cuando los caballeros
volvieron al salón, el alcalde, en mangas de camisa, sudaba como un mozo de
cordel, cerca de la sonámbula; sudaba porque no era para menos el ejercicio de
brazos y cintura a que se entregaba para fabricar el fluido que él creía
indispensable para aquella grande experiencia. Como se pudiera quejar de una
máquina oxidada, se lamentaba de las dificultades que la falta de uso
oponía a su buen propósito de convertirse cuanto antes en un emporio de
magnetismo.
La Porena, sentada en su
silla, permanecía inmóvil, seria, triste, lo mismo que cuando su marido
comenzaba a dormirla. Mijares daba vueltas alrededor de su víctima
como si quisiera enterrarla bajo una Osa y un Pelión de fluido magnético de
primera clase.
Como allá, hacia una de las
puertas del salón, donde se aglomeraba la multitud del sexo fuerte, sonaran
algunas risas sofocadas, el médico—alcalde se volvió indignado, y, suspendiendo
los pases que le hacían sudar, mientras arremangaba más y mejor los puños de su
camisa, pronunció una enérgica filípica, especie de bando oral, en
que, invocando su triple autoridad de alcalde—presidente, amo de su casa y
doctor en Medicina, conminaba a los incrédulos irrespetuosos con la pena de
poner de patitas en la calle al que se burlase del fluido más poderoso que
había en toda la provincia, del fluido del alcalde—presidente del Ayuntamiento.
—Señores —concluía—, si me
cuesta más tiempo y más trabajo que al doctor extranjero dormir a esta señora,
es porque hace mucho tiempo que ya no me ejercito; pero ella dormirá, ¡vaya si
dormirá!, ¡ya lo creo que dormirá!
Esto último lo decía con un
tono tan enérgico, que no dejaba duda posible respecto a sus condiciones de
mando y valor cívico.
El público, que si no creía en
el fluido del alcalde le tenía por muy capaz de hacer una alcaldada en su
propia casa, guardó silencio más o menos religioso, pero absoluto. Los pollos
esperaban que todo aquello acabaría en un poco de baile, y no quisieron aguar
la fiesta. Nadie volvió a reír.
Feligno, muy grave, miraba con
grande atención al magnetizador, que parecía trabajar en una cabria invisible.
Serrano estaba indignado. Aquel joven fino, simpático, listo, instruido, y, lo
que era peor, aquella mujer interesante, hermosa, que a él le estaba llegando
al alma, aun sin haberle mirado, se prestaban a aquella farsa ridícula por
miedo, por adulación. ¡Luego ellos eran también unos farsantes!... ¡Se
jugaba allí con cosa tan seria como los misterios del hipnotismo!
Por fin, Caterina cerró los
ojos; estaba dormida. El alcalde, triunfante, se irguió: pasó la mirada en
torno con aire de vanidad satisfecha, se limpió el sudor de la frente, y, con
ademán solemne entregó a la sonámbula al brazo secular de su marido.
Antoñito se había acercado a
su primo, y hablaba con él, fingiéndose creyente fervoroso del alcalde
magnético. Como él decía.
Foligno se aproximó a ellos, y
les invitó a poner cada cual un dedo, el índice, sobre la cabeza de Caterina,
la cual, por el contacto de las yemas, conocería siempre a la misma persona.
Con no poca vergüenza y
grandísima emoción, y emoción voluptuosa y alambicada, Serrano se acercó, por
detrás de la silla que ocupaba Caterina, a su cabeza, y suavemente apoyó en ella
la yema del dedo. Lo mismo hizo Antonio. La Porena, a los pocos segundos,
levantó el brazo derecho con graciosa languidez, y, sin vacilar, cogió con su
mano tibia y dulcemente suave la mano del filósofo.
Ya sabía él, por sus lecturas
y observaciones, que en el contacto hay misterios de afinidad y simpatía,
revelaciones de la unidad cósmica, etcétera, etc.; pero nunca hubiera creído
que una mano de mujer desconocida, agarrándose a la suya con fuerza,
sin verse las caras ella y él, Caterina y Serrano, pudiera decir tantas cosas.
Aquella mano ciega había ido a la suya como a un imán, sin vacilar,
como a un asidero, llena de dulces reproches, llamándole ingrato, torpe,
incrédulo, inundándose el cuerpo entero de un calor simpático, familiar, casi
aromático, cargado de sentido voluptuoso sin dejar de ser espiritual, puro.
¡Qué sabía él! Aquel contacto era una revelación evangélica del amor en el
misterio. Y, además..., ¡el amor propio! ¡Qué orgullo, qué dulcísimo orgullo!
Lo que en otras circunstancias le hubiera parecido una pueril vanidad, ahora se
le antojaba legítima satisfacción. «Afinidades electivas», pensaba.
Foligno cambio la experiencia;
separó suavemente con la mano al primo de Serrano, y en silencio invitó a otro
joven a ocupar su puesto. Las manos se apoyaron en la cabeza de Caterina,
cruzándose. Caterina volvió a coger, volvió a estrechar la mano del filósofo.
Se repitió la experiencia otras cuatro veces, siempre apoyándose en la cabeza
de la sonámbula el dedo de Serrano, y siempre siendo de persona distinta el
otro dedo. Caterina no se equivocó nunca: las seis veces apretó la mano del
filósofo.
El público estaba
impresionado, por completo vencido. Se opinaba que aquel joven madrileño, aquel
Santo Tomás del hipnotismo, debía de estar persuadido ya, lleno de fe. En
cuanto al alcalde, reventaba de satisfacción. ¡Era su fluido el que hacía
aquellos milagros!
Foligno, sólo él, notó un
movimiento en el rostro de su esposa, y de repente, como inspirado, se volvió
hacia Nicolás, y con sonrisa entre amable y cortésmente burlona, dijo en alta
voz:
—Este caballero, que no quería
creer, resulta un excelente medio de experimentación. Caterina se
siente capaz ahora de penetrar en el espíritu del incrédulo y leer allí de
corrido. ¿No es verdad, Caterina? ¿Dirás lo que piensa este caballero?
Serrano, que aún sentía en la
piel, y más adentro, el calor, que parecía cariño, de la mano de la Porena; que
se sentía como ligado a ella por hilos invisibles que nada tenían que ver con
el magnetismo, pareció un escalofrío al oír hablar de aquella suerte a la mujer
del farsante, que se dejaba dormir por el fluido del alcalde. La superchería le
indignaba, pero le fascinaba la mujer.
El público no respiraba, todo
atención y pasmo. Era aquello para él una especie de desafío entre el milagro y
la incredulidad. Sin duda, iba a vencer el milagro. La Porena prosiguió:
—Ese caballero... incrédulo...
no debiera serlo. Una noche... se le apareció Santa Teresa, y él no quiso
creer. La vio, y se lo negó a sí mismo.
— IX —
Serrano dio un grito, un grito
nervioso, de miedo. Se sintió muy mal, como antaño, antes de sus viajes; peor
que nunca; todo lo que presenciaba se le figuró que estaba en su cabeza; estaba
delirando, tenía ante los ojos la alucinación... ¡Santa Teresa! Era verdad, la
noche del tren..., y volvía. Aquello era el ritornello de la locura...
¡La alucinación! ¡Qué horror! Se había dejado caer en una silla, temiendo un
desmayo, con las piernas flojas y frías. El alcalde, el primo Antoñito y muchos
más caballeros le rodearon. En la confusión del susto se olvidó por un momento
la causa de éste por atender al forastero, que estaba pasmado, pálido, tal vez
próximo a un síncope; pero los que estaban más lejos, los demás que no habían
podido llegar cerca de Serrano, se decían, todos en pie:
Nadie había advertido un
movimiento de Caterina como para levantarse de la silla, ni el gesto imperioso
y rapidísimo con que Foligno la contuvo, apoyando fuertemente una mano sobre la
espalda de su mujer.
El alcalde médico tomaba el
pulso a Serrano. Antonio pedía tila, azahar. Otros proponían llevar a una cama al
enfermo...
Serrano, que seguía
sintiéndose muy mal, aunque menos asustado, entre mareos y náuseas y temblores,
procuraba separar de su lado, con las manos extendidas, la multitud que le
rodeaba..., quería ver..., ver si... aquella mujer estaba allí..., si alguien
había dicho, en efecto..., aquello...
Incorporándose y dejando libre
algún espacio delante de sí, volvió a ver a la Porena, que en aquel momento
abría los ojos, los ojos que dulcemente, llenos de curiosidad y honda simpatía,
se clavaban en los del filósofo.
«Pero entonces... —pensó y
dijo entre— dientes Serrano—, entonces... no es alucinación...; esa mujer está
ahí realmente...» ¡Oh, sí! Allí estaba; aquellos ojos eran los de Tomasuccio,
que quedaba en la fonda dormido; pero llenos de idealidad, de poesía, del fuego
de pasión pura que no cabe que haya en los ojos de un niño. Aquellos ojos le
volvían al mundo, le sacaban del abismo horroroso del pánico de la locura;
aprensión tal vez no menos terrible que la demencia misma. Aquellos ojos eran
el mundo del afecto, de la realidad tranquila, ordenada, buena, suave. Quedaba
sin explicación, eso sí, el cómo aquella mujer sabía que él hubiera creído ver
a Santa Teresa en una alucinación. Todo se explicaría, y si no, poco importaba.
Él estaba en su juicio, y aquellos ojos le acariciaban; esto era lo principal.
Lo malo era, mal accidental, que la digestión estaba cortada, y ya no tenía
compostura. Sí, no cabía dudarlo: el susto, el miedo, la locura, le habían
interrumpido la pacífica... digestión. ¡Claro! ¡Acababa de comer! Quiso sacar
fuerzas de flaqueza, serenarse, estar tranquilo, tranquilizar al concurso, y,
una vez que ya se había dado el espectáculo, no quiso retroceder; quiso llegar
hasta el fin de la manera más airosa posible. Además, le punzaba el deseo de
acercarse a Caterina, de hablar con ella, de averiguar cómo ella sabía su
secreto, que a nadie había comunicado, el secreto de sus aprensiones de
alucinado.
—Lo que esta señora ha descubierto
es verdad —dijo, dirigiéndose al alcalde y a Foligno. Entendámonos: es
verdad... que en cierta ocasión tuve ante mí una mujer que desapareció no sé
cómo, y que se me ocurrió como una obsesión la disparatada idea de que fuese
una alucinación que me representaba a Santa Teresa. Pero yo esto, lo confieso,
no lo he dicho a nadie en el mundo. Esta señora, ciertamente, ha tenido que
adivinarlo.
Nicolás no pudo continuar;
tuvo otro mareo, más escalofríos, perdió la vista y sintió hormigueos de la
piel en el brazo izquierdo, que quedó insensible.
Foligno, triunfante,
disimulaba su alegría, lamentándose de la mala suerte, del accidente de la
digestión interrumpida, etc.
Serrano tuvo que retirarse. En
el coche del alcalde se lo llevaron a la fonda Antonio y sus amigos. La reunión
no se deshizo en seguida porque faltaban los comentarios. Se olvidó pronto la
indisposición del madrileño para no pensar más que en el milagro de la Porena.
¡Le había adivinado su secreto pensamiento de hacía tanto tiempo! ¡Y qué secreto!
Las mujeres se inclinaban a creer en la autenticidad de la aparición de Santa
Teresa al incrédulo, al nuevo Saulo del magnetismo.
Caterina y su esposo se
despidieron pronto, sin más experimentos. Foligno, después de tamaño triunfo,
no quiso demostraciones menos importantes de su ciencia oculta.
Además, la Porena estaba
fatigada, fatigada de verdad. En cuanto volvió el coche del alcalde, hizo un
segundo viaje a la fonda con el matrimonio. Se disolvió la tertulia. Todos se
marchaban admirados. Sólo al ingeniero jefe de Montes se le ocurrió decir, en
el portal, a unos cuantos jóvenes:
—¡Pero, hombre —le dijeron—,
si él es primo de Antoñito y hombre muy serio, y se puso enfermo de verdad!...
* * *
En uno de los libros de Nicolás Serrano, en
uno de aquellos en que él apuntaba la historia de sus reflexiones a saltos, sin
repasarlos jamás, se leía este fragmento:
«...Tomasuccio me puso en
relación doméstica con sus padres. Me llevó de la mano hasta el cuarto de la
fonda que ocupaban ellos, y me hizo entrar. El doctor me recibió con una
amabilidad que me pareció falsa por lo excesiva. Caterina me sonrió, y su
palidez, que siempre era mucha, se tiñó al verme de un color de rosa que duró
poco en sus mejillas. El pretexto para llegar yo allí fue, aparte de la
ocasión, el empeño de Tomasillo, el volver a Caterina el álbum que por la
mañana me había enviado al saber que yo estaba en la misma fonda. En una
tarjeta me pedía algunos pensamientos para llenar una página de aquella
colección de elogios hiperbólicos, de versos y dibujos. Yo tuve el capricho de
escribir varias máximas de autores alemanes, que recordaba de memoria, en
alemán, y que, sin traducir, pasaban al álbum. Más o menos directamente, todas
ellas iban contra las supercherías de las adivinaciones, de los portentos del
género que cultivaba aquella pareja italiana.
—Pues yo no lo traduzco
—exclamé yo, que no me atrevía a decir cara a cara a aquellas gentes que no creía
en sus milagros, a pesar de la inexplicable revelación de la noche anterior.
Y cerró el álbum de prisa,
colocándolo después en su regazo y oprimiéndolo contra su cuerpo, como quien
abraza estrechamente.
Hablamos de muchas cosas: unas
relativas al sonambulismo y otras no; pero yo no quise aludir a los sucesos de
la víspera, y ellos tampoco hablaron de tal escena.
Sin saber por qué, prolongué
mi estancia en Guadalajara por ocho días; no volví a Madrid hasta el día
siguiente de salir los Foligno para Zaragoza. En aquella semana dieron varias
funciones en el teatro. Asistí a ellas desde bastidores, porque se había
divulgado el portento de que era yo principal actor, y no quise nuevas
exhibiciones. A las cuarenta y ocho horas de conocerle, ya quería yo a
Tomasuccio como a un hermanillo que venía a ser para mí como un hijo. Él se
metía por mí y me obligaba a estrechar relaciones con sus padres. Siempre que
en mi presencia daba Caterina un beso a su hijo, yo le daba otro. Aquella mujer
era, en el retiro de su hogar... de la fonda, diferente de la que se
veía en el teatro representando su comedia de pitonisa moderna. Parecía más
hermosa, pero aún más amable; había en ella menos misterio melancólico, pero
mayor pureza de gestos; el atractivo de una poética virtud casera. Sí, sí; era
una honrada madre de familia que ganaba el pan de los suyos con oficios de
bruja. Mi presencia (a mí mismo puedo decírmelo) la turbaba, como la suya a mí.
Foligno nos dejaba solos muchas veces. Hablábamos de mil cosas, nunca del
placer, cada vez más íntimo, de estar juntos, de contarnos nuestra historia;
nunca de la aventura de aquella adivinación. Pero la noche anterior a nuestra
separación, probablemente eterna, pensábamos (ausente Foligno, que estaba
arreglando cuentas en la administración del teatro; dormido Tomasuccio, al pie
de cuyo lecho estábamos los dos), comprendimos que teníamos algo que decirnos
antes de separarnos. De dos asuntos quería yo hablar.
Cuando mis labios iban a romper
el silencio para abordar la materia más importante y más difícil, la que era
más para callada, Caterina me miró a los ojos, me adivinó otra vez, y
tuvo miedo. Se puso en pie, pasó la mano por la frente de su hijo dormido y,
volviendo a sentarse, sonrió con dulcísima malicia, y dijo antes de que hablara
yo:
—Sí; usted quisiera saber cómo
yo pude adivinar, gracias al fluido magnético del señor alcalde... Comprendí su
prudencia, su lección, su miedo. Me levanté, besé en la frente a Tomasuccio y,
oculto en la sombra del pabellón de aquella cuna de la inocencia, me atreví a
hablar de todo..., menos de lo más importante.
Caterina supo de mi curiosidad
contenida; supo más: le confesé que era para mí causa de disgusto aquella
sombra de superchería que quedaba en el misterio. Mi simpatía hacia aquella
familia, con que me habían unido de corazón lazos del azar, padecía con aquella
sombra de superchería, de... comedia, llegué a decir. Estuve casi duro,
demasiado franco. Pero ella entendió bien mi idea. Mi amor a la verdad, a la
sinceridad, era muy cierto; mi amistad, también muy seria y muy cierta; la
sospechada superchería se ponía en medio y me lastimaba. No dije nada de amor,
no la separé a ella de su marido al hablar de mi afecto; iban los tres juntos:
los cónyuges y el niño. Caterina me entendía y me agradecía aquella preterición
de lo que me estaba adivinando en la voz temblorosa.
No recuerdo sus propias
palabras de cuando me contestó. Recuerdo que tardó en hablar. Otra vez acarició
la frente del niño, se paseó por el gabinete, y, al volver a mi lado, estaba
cambiada, sus ojos brillaban; su tez, encendida, parecía despedir pasión
eléctrica, no sé qué; todas sus facciones se acentuaron, adquirieron más
expresión, más fuerza..., estaba menos hermosa y mucho más interesante. Vino a
decir, con voz algo ronca, que yo no tenía derecho a que ella no guardase el
secreto de su arte por lo que se refería a nuestra aventura. Me engañaba, según
ella, si creía que era farsa aquella enfermedad que padecía y que le servía
para dar de comer a su hijo. No me podía explicar muchas cosas que no eran su
secreto exclusivo, sino el de su familia; esto sería una infidelidad. Pero...
en lo que tocaba a nuestras relaciones, a mi aventura..., todo había sido
puramente natural..., aunque Dios sabía si en el fondo sería aquello no menos
misterioso que lo pasado en el mayor misterio. «Yo venía, prosiguió diciendo
con palabras equivalentes a éstas, de Segovia a Madrid. En el coche que me
llevaba a la estación en que había de tomar el tren, creo que la de Arévalo,
viajaba también un sacerdote que iba a esperar a unas monjas hermanitas de los
pobres, las cuales, para cuidar un enfermo de no recuerdo qué pueblo, debían
llegar de la estación anterior a la en que iba yo a tomar el tren. En Arévalo,
el sacerdote me acompañó al andén. Juntos buscamos a las monjas. Venía una
sola..., ¡y cómo venía! Como un revisor, en pie sobre el estribo y agarrada al
picaporte de una portezuela. Un empleado de la estación la salió al paso antes
que mi señor cura la reconociese, y reprendiéndola estaba por su modo de
viajar, cuando intervenimos nosotros. La monja, casi llorando, explicaba su
conducta. La hermana Santa Fe no había podido venir; se había puesto enferma
horas antes de pasar el tren. El párroco de no sé dónde, de aquel pueblo, había
visto la necesidad de enviar a la hermana Santa Águeda sola, y esto porque el
caso no daba espera, y él no podía acompañarla. Le había metido en un reservado
de señoras. Ella había aceptado porque el viaje era corto, entre dos estaciones
intermedias, y reconocía lo apurado del asunto. Pero en el reservado de señoras
no iba más señora que un caballero, un joven, un joven dormido... que podía ser
un libertino o un ladrón. A ella, a la Santa Águeda, le había entrado el pánico
del pudor..., y, sin encomendarse a Dios, había abierto la portezuela con gran
sigilo, y muy agarrada a la barandilla y al picaporte había salido del coche...
Y había llegado a Arévalo como habíamos visto. Los comentarios del suceso
duraban todavía entre el sacerdote, mi compañero de viaje, la moja y el
empleado, cuando la locomotora silbó y tuve que meterme a toda prisa en el
tren. Vi un coche con una tabla colgada de la portezuela. Este será el
reservado verdadero, pensé; aquí no irán hombres. Y allí entré. Caía en el
mismo error que los que embarcaron a la monja. No era reservado: era el coche
en que no se consentía fumar, según vi cuando salí de él. En efecto: allí había
un joven solo, un joven dormido. Yo no tuve miedo; yo no escapé.» Al llegar a
este punto, Caterina vaciló, calló un punto, y con más brasas en el rostro dijo
por fin:
—Esto... es una especie de
confesión. Yo no soy una santa; soy... mujer... curiosa..., indiscreta. Además,
mi obligación... es..., lo manda el arte..., mi obligación es enterarme de todo
lo que la casualidad quiere hacerme aprender; siempre que la curiosidad me
acerque a un objeto del cual deseo saber algo, que ofrece posibles consecuencias
provechosas..., mi obligación es oír la voz de la curiosidad. Así lo hice. El
sueño de aquel joven era inquieto..., parecía soñar, murmuraba frases que yo no
podía entender. A su lado, sobre el almohadón, había un libro de memorias
abierto. Esto parece tan imposible como el adivinar, pero es más natural.
Cogí el libro con el mismo sigilo que la monja había empleado para escaparse.
No había miedo; el viajero dormía profundamente. La rapidez de mis movimientos
era para mí guardia segura: antes que él tuviera tiempo de despertar por
completo y darse cuenta de mi presencia, estaba yo segura de poder dejar el
libro en su sitio, sin que su dueño notara mi curiosidad. Con grandes
preocupaciones me puse a hojear el libro. Yo no entendía aquello: las letras
eran muy raras y desiguales: no eran del alfabeto que yo conozco. Ya iba a
dejar donde le había cogido el cuerpo del delito, defraudada de mi mala
intención, cuando llegué, al pasar hojas, a la última. Allí vi letra
inteligible. Me puse a leer con avidez, y leí mil abominaciones contra el
milagro y la superstición, y a vueltas de todo esto la declaración de su miedo
de usted, de su miedo a las alucinaciones. Allí se decía bien claramente, en
pocas palabras, que había creído usted ver a Santa Teresa en un rincón del
coche. Lo demás lo comprendí yo atando cabos. Lo singular, lo excepcional, lo milagroso,
lo inverosímil de la aventura, de la coincidencia, me impresionó sobre manera.
¡Cuántas veces he pensado en el viajero, en la monja y en la visión!
El joven, usted, siguió dormido. Al llegar a la primera estación se movió un
poco, suspiró, tal vez despertó, pero sin incorporarse, sin abrir los ojos. Se
abrió la puerta del coche, entraron un viejo y una vieja, y yo salí para buscar
el verdadero reservado de señoras.
—Es verdad —interrumpí yo—.
Recuerdo que llegué a Madrid acompañado de una pareja de sesentones que nada
tenían de aparecidos.
—Pero el verdadero milagro
—prosiguió Caterina— está en habernos vuelto a encontrar. Es decir, en volver
yo a encontrarle a usted. Ahora quien dormía no era usted, era yo.
—No le vi a usted hasta que
volvió al salón cuando el alcalde me estaba magnetizando. Yo le veía a usted...
con los ojos casi cerrados. Le reconocí en seguida; formé mi plan
inmediatamente. ¡Si viera usted qué emoción! Un incrédulo que quería quitarme
el pan de mi Tomasuccio, que no quería que yo pudiera vestir a mi niño... ni
siquiera con tul viejo y cintas ajadas. Mi superchería fue mi arma. Avisé
a Vincenzo, a mi marido; me entendió..., y vino el segundo milagro..., el
segundo, porque el primero, el mejor, el importante, era el otro.
Aquella casualidad de habernos vuelto a encontrar venía a coronar la
otra serie de casualidades.
—Además, cosa por cosa, nada
es extraordinario..., mucho menos lo que más lo parece, lo principal, el
atreverme yo a leer su libro de Memorias.
—¿Y el escribir yo aquello,
nada más que aquello, en letra ordinaria? (En efecto: después busqué en mis
apuntes la narración y las reflexiones a que Caterina aludía, y en letra
bastardilla estaban escritas; en letra rapidísima, pero clara.)
—Eso se explica por la emoción
con que usted escribía; no le dio tiempo a recordar su costumbre de usar letras
exóticas; escribía usted como escribirá lo que le importa más; todo lo que no
sea para sus Memorias.
—¡Oh, sí! ¡Evidente! El
milagro está en el conjunto; en la reunión de todo eso..., ¡en tantas coincidencias!
Los dos callamos; nos miramos
fijamente, leímos, confrontando las almas, el respectivo pensamiento.
Pero nadie leyó en voz alta. Se oía la respiración algo fatigada de Tomasuccio.
Los dos atendimos al niño;
ella le tapó mejor; yo arreglé los pliegues del pabellón de la cuna. Y, como si
hubiéramos cambiado de conversación, me atreví a decir:
—Después de todo, ¿qué mayor
coincidencia inverosímil que el encontrarse en el mundo dos almas, dos
almas hechas la una para la otra?
Llegó Foligno. Yo le estreché
la mano sin miedo, sin miedo ni a él ni a mi conciencia. Después estreché la de
Caterina, aquella mano tan mía, y la estreché tranquilo. Nos miramos
ambos satisfechos como dos compañeros de naufragio que se saludan, sanos y
salvos, en la orilla.
* * *
Al día siguiente fui a despedirlos a la
estación.
No más unos minutos, muy
pocos, estuve a solas con la Porena, mientras facturaba el equipaje el doctor.
—¡Bah! ¡Tantas veces he
viajado sola! Foligno tenía que presentarse en Madrid a responder... de una
deuda. Era batalla con un usurero empresario de un teatro. Amenazaba con
pleitos, con la cárcel..., ¡qué sé yo! Somos extranjeros, tenemos miedo a todo.
Foligno aquellos días cayó enfermo en Segovia, y fui yo sola a calmar al enemigo,
a darle garantías de nuestra buena fe, a pedir prórroga. ¡Es usted demasiado
curioso! Ya sabe usted más de lo que yo debía decir. No pregunte usted más
cosas... así.
No hubo tiempo a más. Foligno
llegó. Entraron en un coche de segunda. Un apretón de manos, un beso muy largo
a Tomasuccio... y partió el tren.
— X —
Dos años después de haber
escrito Nicolás Serrano en sus Memorias lo que va copiando, se paseaba por
Recoletos una tarde de primavera. Una muchacha de quince abriles pregonaba
violetas, ramitos de violetas. Algunos árboles del paseo oían a gloría. Las
golondrinas, bulliciosas, jugaban al escondite de tejado en tejado, rayando con
su vuelo el cielo azul, rozando con las puntas de las alas, a veces, la tierra.
Las fieras del carro de las Cibeles, teñidas de la púrpura del crepúsculo
esplendoroso, parecían contentas, soñando como la diosa, al son de la cascada
de la fuente. Serrano gozaba de aquellas emanaciones de la Maya
inmortal, si no contento, tranquilo por lo pronto, en una tregua de la angustia
metafísica, que era su enfermedad incurable. Un perro cursi, pero muy
satisfecho de la existencia, canelo, insignificante, pasó por allí, al parecer
lleno de ocupaciones. Iba de prisa, pero no le faltaba tiempo para entretenerse
en los accidentes del camino. Quiso tragarse una golondrina que le pasó junto
al hocico. Es claro que no pudo. No se inquietó, siguió adelante. Dio con un
papel que debía de haber envuelto algo sustancioso. No era nada; era un pedazo
de Correspondencia que había contenido queso. Adelante. Un chiquillo
le salió al paso. Dos brincos, un gruñido, un simulacro de mordisco, y después
nada, el más absoluto desprecio. Adelante. Ahora una perrita de lanas, esclava,
melindrosa, remilgada, Algunos chicoleos, dos o tres asaltos amorosos,
protestas de la perra y de sus dueños, un matrimonio viejo. Bueno, corriente.
¿Que no quieren? ¿Que hay escrúpulos? En paz. Adelante; lo que a él le sobraban
eran perras. Y se perdió a lo lejos, torciendo a la derecha, camino de la Casa
de la Moneda. A Serrano se le figuraba que aquel perro iba así..., como cantando.
«¡Oh! Es mucho mayor filósofo que yo», se dijo.
Ella le reconoció antes. Se
puso muy encarnada y pasó un mal rato dudando si él la saludaría, si se
acordaría de ella. Si él pasaba adelante..., ¡adiós! ¿Cómo atreverse a
detenerle?
Pero Nicolás se detuvo, sintió
el corazón en la garganta y alargó una mano, después de hacer un ruido extraño
con la garganta, donde tenía el corazón; acaso con el corazón mismo.
¿Y a ella? A ella se le había
muerto Tomasuccio. Hacía más de un año. Pero aquel año no era como los dos
meses de Ofelia; era como los dos días de Hamlet, era ayer siempre el día de la
muerte.
A
Serrano se le nubló la primavera. Sintió de pronto la
tristeza del mundo en medio de los pregones de violetas, de la luz radiante,
del cuchicheo de las golondrinas.
Ella era honrada; él, también.
Vivía Foligno..., y Tomasuccio había muerto. La Porena, siempre en el éxtasis
de su pena, vivía como en un templo, sacerdotisa del dolor. Todo mal
pensamiento era una profanación del altar en que se quemaba un corazón
sacrificado al recuerdo de su hijo. No era el corazón sólo; todo se consumía.
Caterina estaba muy delgada, muy pálida; se iba poco a poco con su Masuccio.
No cabía más que recordarse
de lejos, sin buscarse. Queriéndose, o lo que fuese, hasta que el esfumino del
tiempo se encargara de desvanecer la última aprensión sentimental.
Caterina siguió su camino
hacia la Cibeles. Serrano, sin saber lo que hacía, torció a la derecha, hacia
la Casa de la Moneda, como si quisiera seguir la pista del perro canelo, que
tomaba los fenómenos como lo que eran, como una... superchería.
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