Un Viejo Misionero de Annam Pierre Loti cuento


Un Viejo Misionero de Annam - Pierre Loti

Allá lejos, en el siniestro país amarillo del Extremo Oriente, durante el mal período de la guerra, nuestro navío — un pesado acorazado — estaba estacionado en su puesto de bloqueo en una bahía de la costa.


Con la tierra vecina — montañas inverosímilmente verdes o arrozales, lisos como llanuras de terciopelo — nos comunicábamos apenas. Las gentes de los pueblos y de los bosques permanecían en sus casas, desconfiadas u hostiles. Un calor aplastante caía sobre nosotros, de un cielo triste, casi siempre gris, velado por continuos celajes de plomo.

Cierta mañana, durante mis horas de guardia, el timonel de centinela vino a decirme:

— Hay un sampán, capitán, que llega del fondo de la bahía y que parece querer acercarse a nosotros.

— ¿Y quién viene en él?

Indeciso, antes de responder, miró de nuevo, con su catalejo.

— Capitán: Hay... algo así como un bonzo, un chino... Yo no sé qué, solo, sentado en la popa.

Sin prisa, sin ruido, avanzaba el sampán, sobre el agua inerte, oleaginosa y cálida. Una joven, de rostro amarillo, vestida con una tela negra, remaba, de pie, para traernos aquel visitante ambiguo — que, en efecto, llevaba el traje, el peinado y los anteojos redondos de los bonzos de Annam; pero que usaba barba y un sorprendente rostro, en modo alguno asiático.

Subió a bordo y vino a saludarme en francés, hablando de un modo tímido y pesado.

— Soy un misionero — me dijo; — soy de Lorena; pero habito desde ha treinta años en un pueblecito que está aquí, a seis horas de camino por tierra, y en el que todos se han hecho cristianos... Quisiera hablar con el comandante para pedirle auxilio. Los rebeldes nos han amenazado y están ya cerca de nosotros. Todos mis feligreses van a ser asesinados, seguramente, si no se acude pronto en nuestra ayuda...

¡Ay! El comandante se vió obligado a rehusar el socorro. Todos cuantos hombres y fusiles teníamos habían sido enviados a otra región. En aquellos momentos nos quedaba el preciso número de marineros necesario para guardar el barco. Verdaderamente, no podíamos hacer nada por aquellos pobres feligreses, y era menester abandonarlos como cosa perdida.

Llegó, en tanto, la abrumadora hora del mediodía, la pesadez meridiana que suspende la vida por doquier. El pequeño sampán y la joven, se habían vuelto a tierra y acababan de desaparecer a lo lejos, en las malsanas verduras de la costa, y el misionero se quedó con nosotros — naturalmente — un poco taciturno; pero sin recriminarnos.

No se mostró muy expedito, el pobre hombre, durante el almuerzo, que compartimos con él. Se había convertido en annamita, de tal modo, que ninguna conversación con él parecía posible. Después del café, se animó únicamente, cuando aparecieron los cigarrillos, y nos pidió tabaco francés para llenar su pipa. Desde hacía veinte años, según nos dijo, no había podido saborear semejante placer. Después, disculpándose con la larga caminata que acababa de hacer, se amodorró sobre los almohadones.

¡Y pensar que, sin duda, íbamos a tener con nosotros, durante varios meses, hasta su repatriación, a aquel huésped imprevisto, que el cielo nos enviaba!... Sin entusiasmo alguno, lo confieso, uno de nosotros llegó, por fin, a decirle, de parte del comandante:

Padre: se le prepara a usted un cuarto. No hay que decir que usted es uno de los nuestros, hasta el día en que podamos dejarlo en lugar seguro.

Pareció no comprenderlo.

Pero... si yo aguardo la caída de la tarde, para pediros un botecito y llevarme de nuevo al fondo de la bahía. ¿Podréis hacerme llegar a tierra, al menos, antes de ser de noche? — replicó con inquietud.

¡A tierra!... ¿Y qué haría usted en tierra?...

Pues volver a mi pueblo — dijo con sencillez verdaderamente sublime. — Bien comprenderéis que yo no puedo dormir aquí... ¡El ataque es para esta noche!

Engrandecíase a cada instante, este ser, de un aspecto tan vulgar, y comenzamos a rodearlo con curiosidad absorbente.

— Sin embargo, Padre, usted será el más expuesto de todos.

— ¡Es, en efecto, muy probable! — respondió tranquilo y admirable, como un mártir antiguo.

Diez de sus feligreses lo esperarían en la playa al ponerse el sol. Todos juntos regresarían por la noche al pueblo amenazado; y una vez allí ¡hiciérase la voluntad de Dios!

Y como se le instase para quedarse — pues aquello era correr a la muerte, a una muerte atroz, quizá, entre horribles tormentos chinescos, ya que volvían después de nuestra negativa de socorro — él se indignó dulcemente, obstinado, inquebrantable; pero sin grandes frases de cólera.

— Soy yo quien los ha convertido ¿y quiere usted que los abandone, cuando son perseguidos por su fe?... ¡Comprenda usted que son mis hijos!...

Con cierta emoción, el oficial de la guardia hizo preparar uno de los botes para conducirlo, y todos acudimos a estrecharle la mano al partir. Siempre tranquilo, nuevamente insignificante y mudo, nos entregó una carta para un viejo pariente de Lorena, tomó una pequeña provisión de tabaco francés, y se puso en camino.

Y mientras se extinguía el día, continuamos largo rato, en silencio, mirando cómo se alejaba, sobre el agua cálida y densa, la silueta de aquel apóstol, que sencillamente, se dirigía hacia su martirio obscuro.

Zarpamos a la siguiente semana para no sé dónde, y los acontecimientos, a partir de esta época, nos agitaron sin tregua. Nunca más oímos hablar del misionero, y, por mi parte, creo que jamás habría vuelto a pensar en él, si monseñor Morel, director de las misiones católicas, no me hubiese pedido un día, con insistencia, que escribiese una breve historia de misioneros.

Francia 1850-1923






No hay comentarios:

Con la tecnología de Blogger.