Asfixia de Gato Pierre Loti Relato Completo


Asfixia de Gato Pierre Loti

Los gatos tienen un grito especial cuando llega la hora de la gran angustia, la hora en que ven aparecer la muerte. Todos los que los trataron y supieron comprenderlos conocen tan bien como ellos mismos ese grito, que tan poco se asemeja a sus habituales maullidos de petición, vago tedio, cólera o amor. Es su llamada a no se sabe qué compasión superior, obscuramente concebida por ellos — compasión de los seres o, tal vez, compasión latente de las cosas; podría decirse que es su plegaria, su plegaria de agonía...



Ayer por la tarde, en el gran resplandor de las tres, en el silencio habitual de mi casita que se baña en el estuario vasco, por mi ventana, escuché este grito que venía de abajo, subía de la orilla del agua, y vi los dos gatos custodios de la vivienda, que dormían voluptuosamente en la hierba del jardín, levantando de pronto la cabeza, levantándose luego, emprender juntos la carrera hacia el balcón de una terraza que domina la playa, para ver qué drama ocurría.

Cuando me reuní con ellos, su actitud era característica y revelaba todo un mundo de pensamientos distintos en aquellos dos pequeños cerebros fantasiosos, por siempre impenetrables para mí. El uno, muy joven, un micifuz de dieciocho meses, nacido en casa, feliz desde la infancia y que por consiguiente confía mucho en la humanidad, miraba con las orejas erguidas, alargando el cuello, con los ojos dilatados, como si no consiguiera comprender bien y se negara a creerlo. El otro, su madre, una vieja gata violenta y rencorosa, que ha conocido días sin condumio y recogido muchas pruebas de la malicia de los hombres antes de encontrar por fin, en mi casa, el buen refugio, la otra estaba furiosa; gruñendo, iba y venía, giraba sobre sí misma al modo de los animales feroces en su jaula y, evidentemente, lo adivinaba todo, habiendo asistido a menudo a semejantes asfixias; incluso, a mi llegada, me hizo una mueca y: ¡Pft! ¡Pft!, como haciéndome responsable también y englobándome en su asco por la especie humana.

Lo que divisé al mirar aquella playa, a mis pies, de buenas a primeras, como el joven micifuz ingenuo, no lo comprendí bien. Una muchacha con el cabello al aire —alguna criada del vecindario— estaba allí, de pie, y junto a ella, apretándose contra su vestido para buscar refugio, un pobre cachorro de gato, de unos dos meses, mojado, empapado, con algo de sangre que brotaba de una herida en el hocico. Él era el que lanzaba el grito de la gran angustia, abriendo tanto como podía sus pequeñas fauces rosadas, bordeadas de perlas blancas, levantando hacia la moza sus ojillos llenos de agua y de lágrimas.

En el terror de la muerte imprevista, exhalaba a plena voz su suprema plegaria, por completo infantil: «¿Qué mal he hecho yo? ¡Sólo soy un pobre gatito inocente! ¿Es posible, pues, que me maten así? Pero pido gracia, ya lo veis: ¡grito socorro! ¿No tendrán compasión, acaso?...»

¡Oh, el grito postrero de las bestias condenadas, su pobre grito que tan inútil es y que, se sabe de antemano, no conmoverá a nadie!... El de un buey en el matadero, incluso el de una humilde gallina que un pinche degüella para cocerla...

Reconstituí yo, claro está, casi enseguida, lo que había pasado antes de mi llegada a la terraza. La muchacha que quería ahogar al gato, sin ni siquiera el pudor de ponerle una piedra al cuello para que acabara más deprisa, había debido de lanzarlo primero desde lo alto de su vivienda, por alguna ventana: de ahí la herida y el pequeño hocico que sangraba. Luego, viendo que nadaba con tanto coraje para intentar sobrevivir aún, había bajado para rematarlo. Pero he aquí que ahora prolongaba su espera y sus grandes gritos, pues había comenzado a reír con un batelero que pasaba precisamente en su barca a lo largo de la orilla y eso le interesaba más. Finalmente, se agachó hacia aquella cosita impotente y herida que imploraba con todas sus fuerzas y, sin darme tiempo para intervenir, lo arrojó de nuevo, con una manaza brutal, muy lejos, en plena corriente. Por algunos segundos se vieron sobresalir dos minúsculas orejas, la punta de una delgada cola negra que se retorcía. Y luego, nada ya: la cosita que tanto había suplicado y sufrido había vuelto a la paz.

Entonces ella se marchó tranquilamente, la salvaje, manteniendo en sus labios, dirigida al batelero, su sonrisa de bestia.

* * *

Instantes más tarde, la gata de mi casa, que había vuelto a dormirse en la hierba con su hijo, despertó inquieta; luego, lanzando feos gritos de odio, volvió a la terraza desde donde había visto matar. Pero por el camino, distraída de pronto, se detuvo para lamerse una zarpa. Evidentemente, las imágenes se confundían en su cabeza. No recordaba ya bien y, calmada, indiferente, volvió a acostarse.

Los animales tienen sus ideas, sobre todo, por relámpagos, de un modo tan vivo como nosotros tal vez, aunque siempre incompleto y sin continuidad. El gran Pensamiento, inmanente en el fondo de todo, y que desde los orígenes prosigue la lucha para desprenderse, se ha extraviado, como en otros tantos callejones sin salida, en esas pobres cabezas, obscurecidas de materia, y por lo demás casi imperfectibles —se ha extraviado con mucha mayor torpeza aún que en las nuestras, que siguen siendo sin embargo tan poco aptas para concebir el porqué de la vida. Pero es creíble que algunos animales superiores, durante sus minutos de lucidez (perros que aúllan a la muerte, gatos que se lamentan en los tejados las noches de invierno), sienten con tanta desesperación como nosotros la tristeza de ser uno de los miles de peldaños, tan pronto quebrados, en los que este Pensamiento ensaya su marcha ascendente —la inefable tristeza de existir, y el horror de acabar.

Y nuestros Evangelios, tan admirables sin embargo en las lecciones de caridad que nos dan, tienen una desconcertante laguna: la compasión por las bestias ni siquiera está indicada, mientras el brahmanismo, el budismo y el islam nos la enseñan en términos que ya no se olvidan.


Francia 1850-1923
(El castillo de la Bella Durmiente del bosque)






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